Las arengas para esta pacífica guerra que acontece cada último miércoles de agosto desde 1945 comenzaron en la tarde de ayer con una serie ininterrumpida de fiestas, bailes y conciertos que convirtieron la noche en mañana.
Después, un breve reposo en coches, parques y sacos de dormir en plena calle, lo más cercano posible al recorrido de los camiones cargados de tomate que marcan el devenir del gran día de Buñol, que ha convertido una gamberrada callejera ocurrida hace 66 años en un acontecimiento internacional.
Y apenas unas horas antes del comienzo, el pueblo se convierte en un crisol de nacionalidades con jóvenes que deambulan expectantes entre puestos de comida, bebida, ropa, improvisadas consignas para cobijar pertenencias y vendedores de gafas de buceo, la protección ocular de los más precavidos.
El vestuario de los participantes se divide entre el uniforme clásico de camiseta blanca y pantalón corto -todo desechable ante una previsión de desastre textil- y la osadía del disfraz, tan dispar como pretenda la imaginación, que hoy se ha decantado por luchadores mexicanos, hawaianas de pelo en pecho y egipcios de túnica blanca.
Una hora y media antes del desenlace, el centro del municipio se satura con una multitud expectante de la que parten gritos en todos los idiomas, y que presta su tiempo de espera a cualquier entretenimiento -entre ellos la guerra de camisetas mojadas, prohibida por la autoridad municipal-, mientras los vecinos alivian su calor arrojando cubos de agua desde los balcones.
Como suele suceder en estos casos, la prohibición ha sido ignorada, y la Policía ha tenido que intervenir en numerosas ocasiones para pacificar algunas situaciones violentas caracterizadas por el destrozo de prendas de vestir.
No obstante, estos conatos de rebeldía popular, aplacados con desalojos por un dispositivo de seguridad que este año ha doblado su número de agentes, han sido los únicos incidentes de una jornada en la que los servicios médicos han atendido una veintena de desvanecimientos y otros padecimientos leves, como irritaciones oculares, según han informado a Efe fuentes municipales.
Todos los esfuerzos de vestimenta, posicionamiento y entereza han quedado destruidos a las once en punto, con el disparo del cohete que anuncia el comienzo de la batalla, el único proyectil cargado con pólvora.
Cinco camiones rebosantes de tomate han irrumpido por las calles principales entre muchos nervios y demasiados empujones, y entonces el pueblo ha estallado en rojo.
Los tomates vuelan de un sitio para otro sin enemigo ni objetivo concreto. Personas próximas o lejanas, espectadores e invitados oficiales en ventanas, periodistas y fotógrafos, cualquier diana es válida en un espacio que poco a poco se convierte en un estanque de salsa triturada.
Este ejercicio de histeria colectiva ha sido grabado, fotografiado y contado por medio centenar de medios de comunicación, algunos de ellos procedentes de Ucrania, Taiwán, Japón o China, país este último en el que la fiesta popular de Buñol ha adquirido una gran fama, llegando al punto de ser imitada.
También ha habido espacio para la aventura fílmica. La Tomatina fue la primera imagen que se vio en la última edición del festival de Cannes, gracias a la película "We need to talk about Kevin", y hoy ha servido de incierto escenario para el rodaje, por segundo año consecutivo, de escenas de un largometraje de la factoría Bollywood.
Sesenta minutos después del primer disparo, otro cohete ha puesto fin a esta guerra mundial de hortalizas dando paso a otra batalla: la que emprenden los propios vecinos y sus servicios municipales de limpieza para curar las heridas que sufren aceras y fachadas.
Hace muchos años, cuando era una fiesta reservada, los participantes marchaban juntos al río para despojarse de los restos de tomate. Hoy en día prefieren las duchas portátiles habilitadas junto a la piscina, pero ninguna de estas dos aguas borra el espíritu de la Tomatina, una locura imposible de imaginar en otro país