Ésta, como otras, es una de las expresiones condenadas al olvido en razón a que ya no se estila –otra palabra que desaparecerá- la costumbre de sentarse en la puerta de la calle al caer la tarde. Esta expresión rescata una butaca verde y blanca que mi abuela María compró en la tienda de Rosario Pareja. Cuando la trajeron parecía cosa de asombro, pues el porteador era un señor bajito que acomodó sobre su cabeza el ángulo que formaban el asiento y el respaldo. Al doblar la esquina de la calle Argüelles, parecía que bajaba un mueble al revés y además con capacidad para moverse, como un fenómeno Poltergeist que se dice ahora. Desde aquel día, el rincón de la casapuerta se volvió bético pues allí se quedó hasta que el tiempo la desvencijó. Fueron muchos los veranos que recibió miradas, suspiros y piropos, todo menos otras posaderas que no fueran las de mi abuela. Ella insistía en su comodidad, en que estaba hecha a su medida porque “las dos somos grandotas” decía pero los niños la encontrábamos tan dura como el mármol del escalón e incluso más porque no podíamos con ella. Poco nos importaba ya que sentados estábamos muy poco tiempo, por prohibición expresa de mi abuela y por las ganas de corretear. Fueron veranos de juegos después de la cena, de contar estrellas o adivinar a qué se parecían las manchas de la luna llena. A veces los chiquillos nos callábamos para escuchar el rumor de las conversaciones al raso, algunas carcajadas, porque el buen tiempo propiciaba el diálogo a la fresquita.
Cuando llegaba la feria, el paseo hasta el Parque Almirante Laulhé nos ofrecía estampas como la referida, mayores en la puerta de la calle charlando entre ellos, con los vecinos y paseantes, a quienes daban cordelillo, con los niños sentados a pie de acera jugando a los nombres, a las adivinanzas o a las prendas. Era la hora de la tranquilidad, la que hacía guiños al sueño espantándolo hasta rozar la madrugada con un colacao tan fresco como las sábanas que nos esperaban, dobladas al ancho a los pies de la cama.
De aquellas reuniones, de aquella costumbre, poco o nada queda, quizás las calles menos transitadas gocen del placer de seranear, de participar en estas tertulias nocturnas con levantamiento de cantarilla para aclarar el gaznate. Hoy la costumbre del seraneo se ha trasladado a las plazas y alamedas, cambiando la conversación por escandalera y el botijo por el vaso de tubo rellenable. No exagero, desgraciadamente, porque después del mediodía nuestra ciudad se adormece por causa del calor y no parece despertar hasta cerca de las ocho de la tarde, hora en que los chiquillos comienzan a alborotar y el murmullo a crecer. Pero es rozando la media noche cuando el griterío infantil se torna escandalera encrespada y grave hasta bien entrada la madrugada. Es entonces cuando la memoria rescata el ladrido de un perro o las conversaciones a media voz para no perturbar el descanso de los durmientes, recuerdos que se forjaron en la niñez y crecieron con nosotros, que evolucionaron con nosotros y los idealizamos al rescatarlos, como ahora. Me pregunto por qué gritan tanto estos jóvenes trasnochadores, si han olvidado que existe la conversación y la risa. Pero por encima de todo, me inquieta pensar en sus recuerdos, aquellos que rescatarán cuando la mano del destino arramble con codicia lo que le salga al paso. En fin…