Se ha colado sin avisar, como suele ocurrir en este rincón del sur, de una semana para otra, sólo que con dos meses de antelación. Aún no se comentan las estadísticas pero hasta donde soy capaz de retroceder en el tiempo no recuerdo un mes de abril tan bochornoso como el pasado. El calificativo evidentemente hace alusión a la sofocación que se respiraba en el aire, esa brisa que dejaba caer el calor a soplidos suaves hasta que nuestro “levante” acabó con la calma y se llevó los moquitos para traer aludas. Miles había el día de Corpus volando cerca de las orejas, enredándose en el pelo o metiéndose por el bajo de los pantalones buscando las pantorrillas.
Esta hablilla se escribió cuando el amanecer iluminaba débilmente la calima blanquecina sobre el caño, como una gasa tupida donde rebotaban los rayos del sol produciendo un punzante dolor en los ojos. Ciertamente echábamos de menos el buen tiempo, la claridad, el cielo azul y nos sorprendió gratamente y deprisa aquel paréntesis, tanto que el planteamiento siguiente estuvo en la engorrosa tarea del cambio de ropa.
Mientras llegaba esta rutina, el calor hizo de las suyas desestabilizando, desequilibrando las mentes con fuertes ataques de ira. Aquí en La Isla se produjo el primero. Es indiscutible que se originan trifulcas durante todo el año, sin embargo en verano, esos días agotadores bañados de sudor son los más proclives a mover un altercado. Hace un par de años estas hablillas recogieron las gotas de sangre vertidas junto a un expendedor de tickets de aparcamiento en Madrid.
Claro, dirán, la capital no es La Isla, sin embargo el suceso contemplado y sufrido con una mezcla de horror e impotencia ocurrido hace poco aquí no le hace menos, sólo que no hubo heridos. Menos mal. Sin entrar en detalles, los implicados fueron una señora mayor y un motorista, el resto se lo pueden figurar. El susto de ella fue acallado por los gritos de él ante la mirada de todos los viandantes que se concentraron al comienzo de la calle, callados, sin pronunciar una palabra o acudir por si había que auxiliarla de alguna forma.
La sociedad ha cambiado porque las circunstancias la han hecho cambiar. Escenas como ésta son como el pan de cada día, porque todos los días se pronuncian palabras que provocan chispazos, chispazos en forma de gritos que ahuyentan, que espantan las buenas intenciones, incapacitándonos para mediar. Escenas como ésta dan la sensación de estar contemplando una reproducción viviente, un grupo de mimos sin maquillar atento a cualquier cosa.
Las circunstancias han ido moldeando, alterando el carácter de los hombres y mujeres que componen y conforman la sociedad en que vivimos hasta rozar el egoísmo, al menos así concluyen las estadísticas, los reportajes que leemos sobre estos temas. La ira es la descarga brutal de una serie de detonantes, la gota que colma la paciencia para volverla no ya impaciente sino vehemente.
La pregunta es dónde queda el respeto o qué queda de él, ya que uno, por instinto, se defiende cuando es atacado. Si calla su silencio se confunde a menudo con la cobardía, siendo la prudencia la virtud que aflora e ignora el atacante, que se crece en su orgullo para someter al otro. Es penoso y no parece que tenga solución, ya que falta el detalle principal, lo que nos diferencia de las otras criaturas que pueblan la naturaleza, lo que nos hace ser humanos: la razón