Con viva repetición no cesan de aconsejarnos la conversación y dejar a un lado esos nuevos mensajes gratis que, vía teléfono móvil, acaparan la atención de miles de usuarios. No voy a criticar el adelanto de la ciencia porque tarde o temprano su uso se habrá generalizado, si no lo está ya. Cuando nos parecía extraordinario hablar por teléfono desde cualquier sitio, sin cables, guardarlo en el bolso y cargar con él a todas partes, no dejábamos de preguntarnos qué sería lo próximo. En pocos años los aparatos y las ofertas para tenerlos se han sucedido hasta hacer del teléfono móvil lo más parecido a un diminuto ordenador donde se lleva la vida.
A unas líneas del comienzo, la hablilla motiva a echar la vista atrás franqueando el paso a la nostalgia que nos devuelve las míticas y no desaparecidas agendas, las de tapa oscura que olían a piel, con el nombre impreso en dorado o en relieve, mucho más sugerente y misteriosa la ultima opción. Las primeras eran verdaderos cartapacios, con las hojas del tamaño de un folio donde las anotaciones se hacían con una caligrafía más grande que la normal, a fin de llamar poderosamente la atención.
Evolucionó en principio acortando la hoja a la mitad, a la extensión de una cuartilla, lo cual contribuyó a que saliera del despacho a la calle como quien lleva un libro. Durante un tiempo era frecuente ver a ciertos profesionales que, con la agenda en una mano y el maletín en la otra caminaban hacia un lugar de destino desconocido o intuido para quien se cruzaba con él. Esas agendas fueron las primeras donde se escribieron las notas, sugerencias, citas y obligaciones de un futuro inmediato ampliable a una semana o a un mes, lo que hoy conocemos por un planning, pero sin germanismo.
Es ahora cuando recuerdo la primera que vi, tan grande que me pareció un plano, llena de colores e ilegible para mí porque mi poca edad no me permitía leer con claridad la escritura de los mayores. Aproveché la ausencia de su usuario y entré en el despacho. Había dejado la agenda abierta y me pareció que un mundo de signos de colores se mostraba para mí. No me entretuve en averiguar qué había escrito, me gustaban más las vueltas de las mayúsculas, las prisas en las minúsculas, las rayas bajo las palabras, rojas unas, azules otras. Aquella hoja la asemejé a un mensaje secreto y así se quedó en mi recuerdo, junto a las otras que no vi porque oí pasos y me fui zumbando.
Después de aquel primer encuentro que tanto alimentó mi curiosidad, hubo otros, claro está y aunque había practicado mi lectura nunca me interesó saber qué había escrito en aquellas hojas porque en realidad lo que llamaba mi atención era ese mundo de trazos negros, los colores que calificaban su importancia, el papel amarillecido por el que se había deslizado la tinta, los renglones que casi habían desaparecido y el olor a agrio que aún recuerdo y me estremece.
Posteriormente las agendas vivieron su vida de un año entre la mesa y las manos hasta quedar encerradas en la memoria de un ordenador, un teléfono móvil o un ipad -perdón por si el término no es correcto. A unos renglones del final surge el listín telefónico separable que emigraba a la agenda nueva y que probablemente ahora tenga su sitio en el cajón más próximo al teléfono.
Seguro que está como el mío, con las hojas gastadas por los filos, con tachaduras actualizadoras, sin casillas para las arrobas pero con tanta vida como los recuerdos que creó y guardará. No hay adelanto de la ciencia que lo reemplace.