El día de hoy lleva recordándose más de una quincena. No cabe duda de que el curso, la historia de España pudo cambiar hace treinta y tres años y es de obligado cumplimiento la cobertura e información de un acontecimiento tan relevante. Desde entonces hasta ahora los medios de comunicación le han prodigado el trato merecido pero han sido los periodistas especializados en investigación quienes nos han ido informando y ampliando los datos que se nos dieron entonces con un estudio más profundo aportando, más bien arrojando claridad a aquellos hechos.
Es sabido que la información que se escribe diariamente puede variar de un segundo a otro. Entre los periodistas se dice que lo más antiguo es el periódico de ayer –Juan Leiva- y cuántas veces a la hora del cierre de la edición se ha tenido que cambiar el editorial, que es la última columna que se escribe. Como no soy periodista –excúseme, amigo lector, ya sabe que no me gusta personalizar- no voy a tratar este asunto porque considero que debe hacerlo el profesional de campo y como el tema requiere, pero no lo dejo de lado, como ha quedado anotado. Sin embargo esta semana pasada la efeméride quedó un tanto relegada por el bote de humo arrojado al césped de un campo de fútbol.
No voy a entrar en la importancia y la influencia del deporte rey, capaz de parar el pulso del mundo durante noventa minutos, capaz de unir y reunir a propios y extraños hasta altas horas de la noche festejando una victoria. El caso es que la noticia se ha llevado botando y rebotando de una emisora a otra, radiofónicamente hablando. A todas horas se repetía el suceso utilizando hipérbatos a discreción, a fin de disimular la reiteración tanto en la forma como en el contenido.
La noticia tuvo su importancia y resulta penoso que no se respeten las normas en general y en los lugares públicos en particular porque una acción de tal calibre no la lleva a cabo un forofo, un hincha. Una acción semejante sólo puede ser gestada y parida por un ser humano diabólico. Afortunadamente no hubo desgracias que lamentar sin embargo ningún periodista, locutor o comunicador aludió al hecho ocurrido veinte años atrás, al hecho, sí, porque no se había dado otro –que se sepa- en España, esto es, cuando una bengala alcanzó a un niño de trece años atravesándole el tórax, produciéndole la muerte poco después.
La noticia se dio en su momento, el autor cumplió su castigo –unas semanas a modo de prisión preventiva, se escribió- y el revuelo se apaciguó en pocos días porque lo que realmente importó fue la ridícula indemnización que recibió la familia, ridícula comparada con las cifras astronómicas que pagan por un jugador. Se alzaron voces que de inmediato enmudecieron, se hicieron propósitos que pronto se olvidaron. Quien únicamente recuerda el hecho es quien busca esta noticia en Internet, ojeando hemerotecas virtuales, comparando los datos encontrados con los almacenados en la memoria.
Llegados a este punto, rozando el final del texto surge una imagen, una imagen hecha con los sentimientos de aquel padre, con la mano quemada al intentar arrancar la bengala que quedó clavada en el pecho de su hijo y la pregunta inevitable: cómo un bote de humo ha ocultado, más bien sepultado, algo tan espantoso como un crimen, fortuito quizás, pero delito al fin. Hay cosas que nunca llegan a entenderse. Ni aunque viviéramos otros cien años. Seguro.