La Semana Santa que hoy termina ha sido una de las más claras y calurosas que hemos vivido. Así lo han recogido todos los noticiarios que a propósito o casualmente se nos han colado por los sentidos de la vista y el oído. Todos hemos disfrutado de este buen tiempo aunque a destiempo por este rincón del sur y nos ha servido para dejar a un lado lo que nos ronda desde hace unos cuantos años y sin atisbos de enmienda.
Por eso, los periódicos de mañana, además de las noticias de siempre incluirán curiosidades como una breve estadística orientativa de la ocupación hotelera, los consiguientes ingresos en hostelería, las toneladas de cáscaras de pipas recogidas y, en este caso y en La Isla, la recuperación del “carrillo” porque solo ha sido uno el que se ha paseado por nuestras calles atestado de sultanas y coquis. A modo de antiguo puesto de helado, con toldillo y faldilla, ha vendido estas golosinas que, de niños, nos endulzaban la espera de la procesión, golosinas que, a buen seguro, desconocían muchos chiquillos de los que hoy caminan de la mano de sus padres.
Nos preguntamos si les habrá gustado, si su paladar habrá soportado la dulzura casi empalagosa de la crema o los débiles tropezones del coco en la torta, si habrán echado de menos la picadura de los “peta zeta” o la suavidad de las “esponjitas”. El caso es que muchos de ellos contarán esta aventura cuando comience el último trimestre escolar, cuando el coqui y la sultana formen parte, junto con la bola de cera, de la Semana Santa del año que viene, porque ya están en su recuerdo. Y es que este rescate, el hecho de vender estas golosinas de forma ambulante tiene la lectura de ingenio emprendedor. Un romántico lo llamaría picaresca por la originalidad de la ocurrencia, por la oportunidad de esta recuperación, por el momento elegido para llevarla a cabo. Si además ha tenido éxito, pues el autor sale del paso de forma airosa, incluso aplaudido por semejante desafío.
Desde hace un tiempo el pequeño negocio elige la venta de ropa y objetos usados como novedad. Sin embargo se vuelve a los comienzos pero con la repetición como arma. Si damos un paseo por cualquier ciudad contaremos por pares las fruterías, las peluquerías y los bares de tapas. Es por lo que se impone y se pone a prueba el ingenio, porque el futuro es desalentador, tan oscuro como incierto y esta incertidumbre revolotea a nuestro alrededor zumbando machaconamente, haciendo tambalear nuestro propio equilibrio.
Este futuro tiene todo el cariz de tener que vivirse con la picaresca en una mano y la picardía en la otra, porque la sociedad se está volviendo pícara. Pero no nos confundamos, no es aquella alegre y esperanzada de las novelas. El pícaro de entonces era burlón y le bastaban unas uvas y unos buches de vino que rapiñar para ir tirando. El pícaro de hoy no es pillo ni bribón, es perspicaz y un tanto dramático porque lo ha perdido -o le han quitado- casi todo.
La situación que actualmente nos ahoga empezó hace unos veinte años, una bolita que ha ido creciendo con el tiempo y sigue. Por eso este pícaro ejemplar, peculiar y único adopta el mejor sentido de la palabra, el que alude a echar mano de la imaginación para causar admiración y sorpresa, como todo lo nuevo. Y la vuelca en el papel impreso y recortado que ofrece al viandante, en esa mesa que coloca en la esquina con objetos curiosos y, emulando al romántico, en ese carrillo que adorna para vender las sultanas y los coquis que rescató de sus recuerdos y que ahora endulzarán los de quienes los han probado por primera vez esta Semana Santa clara y calurosa. Cariñosamente.