Hoy es el primero, donde tradicionalmente se inicia una etapa de reflexión y perdón. Son cuatro los que componen este período que nos devuelve inevitablemente a la infancia y a la Navidad vivida. Qué distinta será este año. Qué lejos quedan los niños que fuimos, los que crecimos creando, moldeando la ilusión en los nuestros, reviviéndola en estos días para hacerla realidad en ese regalo que año tras año hemos ido dejando junto al portalito el día seis de enero. Claro que nunca morirá, porque la ilusión se alimenta de sueños, habita en la mente acunada por la memoria, cuyos mecidos la mantienen atenta a pesar de los martillazos que venimos recibiendo desde hace...
La Navidad que viene, la que llegará después del cuarto domingo no será la misma. Vendrá con los sacos un poco más cargados de frustración por la estafa, el engaño, la soberbia, la mentira y el escarnio que está destrozando nuestra piel de toro. Vendrá esparciendo sudor, lágrimas y nostalgia por la lejanía, porque aunque estos días propicien la vuelta, los nuestros se irán de nuevo allá donde la vida les abrió puertas, a Dios gracias. Vendrá y nos aflojará un poquito los dos nudos del alma y los tres del corazón cuando los recuerdos afloren. Pero es tan dura y desconcertante nuestra realidad que nos resulta más abrumadora cada vez. Es como una bola de dolor que ha ido engordando con los años. Los propósitos se quedan en palabras, en buenas intenciones, las iniciativas quedan abortadas y los movimientos juveniles no van más allá de unos meses de nerviosismo. Ante esto el ciudadano que critica y se implica es llamado iluso –empleando el término en su acepción menos áspera- porque quiere lo mejor para su país, para su región, para su ciudad, para su pueblo. Quedémonos con éste último en su sentido más cariñoso y cordial.
Cuánto hace que La Isla se hunde. Cuanto hace que se resbala por este agujero que un buen día abrieron los palazos del desdén y la indiferencia. Cuánto hace que la crítica despiadada la araña y la sangra. Cuándo empezó a notar el peso muerto del cansancio. Qué pena. Qué pena da comprobar que hay posibilidades, opciones que se ofrecen, que se enuncian, que se tratan como un filón por explotar y termina bombardeado, aniquilado y olvidado como las viejas minas del oeste. La Isla parece condenada a desaparecer, más bien a ser ignorada, primero, por los propios isleños, esos que forman un sector cada día más amplio empeñado en abofetearla a diestro y siniestro.
La Isla aguanta y lo hace como si fuera una madre que tras una diablura, la jugarreta o el disgusto de un hijo reflexiona y perdona sin castigar, porque por encima de todo ama a sus isleños, porque desea la paz entre ellos, porque sean como sean y hagan lo que hagan los tolera y confía en ellos, porque cree en la buena intención aunque haya que desenterrarla. Mientras tanto el tranvía la prueba mientras la recorre. El isleño que lo criticó o que lo aprobó ahora funde el móvil para fotografiarlo, para compartir la imagen en el chat con un texto coherente o hilarante según el caso. La Isla revive con este cosquilleo, con este toque a rebato que adorna y despierta un recuerdo en sepia con cables. De nuevo la gente alrededor, embobada, admirándola, ilusionada más o menos ante la posibilidad de revivir la calle Real. Aunque nunca será lo que fue.