Aparecen por los escaparates los colores primaverales. Alegran, sin duda, estos días grises y fríos que tanto gusto le han tomado a La Isla pero al mismo tiempo los tejidos finos que cubren los cuerpos de plástico de los maniquíes transmiten sensación de incertidumbre, porque nos parece que no podremos ponérnoslas para ir a votar la próxima primavera.
En realidad la estación más caprichosa del año hace tiempo que se nos cuela a finales de enero, compitiendo con las segundas rebajas de febrero, paseándose por marzo mientras le planta cara a los primeros biquinis, intentando quedarse acortando mangas, agrandando escotes y subiendo dobladillos. Inútil esfuerzo porque al final el calor, vencedor, la derrotará.
A pesar de todo la primavera sigue siendo la estación favorita de la misma mayoría que abomina de ella por sus constantes y sorprendentes cambios de tiempo. Son temas que surgen todos los años, como se anotó hace unas semanas. Nuestra rutina, la rapidez y la fugacidad con que vivimos y sufrimos los chaparrones y las ráfagas del viento hacen que nos olvidemos de estos episodios. Son otras las cosas que cambian, por ejemplo las agujas al hacer punto, las ideologías, los dirigentes o los nombres de los colores. Y ahora, en carnaval, también cambia la forma de disfrazarse, pero no en la calle o en una fiesta sino en el colegio.
El dato ha corrido como la pólvora pasando a ser hablilla comentada y difundida desde la misma puerta del centro a la caja de súper, añadiendo la distancia existente entre ésta y la casa particular. Hasta hace poco, el atuendo se hacía en clase, los niños participaban y disfrutaban de lo lindo pegando papeles sobre una bolsa de plástico gigantesca o pedazos de algodón sobre el cartón de una caja enorme. Era un trabajo de clase que los distraía, al tiempo que los ilusionaba con el día del estreno. Ahora esta actividad ha cambiado -lo pedía el plano, diría un delineante. Con la llegada de febrerillo el loco, el colegio reservaba una jornada para que los niños fueran disfrazados como quisieran, es decir, con el que tuvieran, porque la fiesta discurría en el centro.
El cambio se produjo al sacarlos a la calle. Muy bien organizados, todos iban ataviados según el tema. Las primeras veces recurrieron al plástico para luego utilizar la cartulina con forma de chaqueta, gorro de cocinero, pajarita de camarero, etc. Este curso hay colegios –no todos- que han omitido esta actividad, concluyendo en que los niños acudan con el disfraz sugerido, o bien hecho por mamá, la abuela o la tía Manuela o bien comprado en un establecimiento. Esto ha sido como una pequeña rebelión con motín que probablemente se encubrirá con la falta de asistencia. Así lo han pensado las madres, al menos estaban en ello cuando el comentario empezó a circular.
Pero cuesta mucho dar un tajo a esta ilusión infantil, acabar con ella citando a un virus pasajero que afortunadamente no está en el cuerpecito del niño. Y mientras piensan en cómo se puede resolver este detalle, andan despacio por la calle, se detienen en un escaparate, observan los colores primaverales que lo alegran, recuerdan que al azul ahora se le llama tinta y al amarillo pollo y reanudan la marcha para entrar en el bazar de al lado, a ver si encuentran el disfraz indicado para la criatura a un precio razonable. Entre suspiros, las cubiertas de plástico que lo envuelven comienzan a crujir.