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Hablillas

La tranquilidad

La Isla, si pudiera, estaría alterada ante tanta tranquilidad porque temería si no la tempestad sí cierto alboroto.

Se ansía, se disfruta y se saborea, pero cuando se alarga suele ser augurio de tempestad. Así lo hemos oído, se nos ha inculcado de forma sutil y tradicional, aunque algunos piensen que se trata de superstición o bien de la influencia que esta Real Villa retuvo de los asentamientos militares que un día fueron trasladados. En ese instante empezó a asentarse la tranquilidad en este rinconcito blanco y azul del sur.

Si La Isla pudiera, sonreiría y lo haría vagamente. Entre nostálgica y alegre se preguntaría que fue de aquellos rostros juveniles, de aquellas cabezas casi sin pelo que piropeaban a las muchachas, de aquellas piernas ágiles que continuaban marcando el paso fuera del cuartel, por la calle Real. La Isla, si pudiera, pensaría en esa soledad que ha ido creciendo con el tiempo, que va y viene como las olas que la acarician, como los trenes que traían y llevaban a quienes, tras el servicio militar, desearon, al darle su adiós definitivo, volver algún día para recordar y contar su particular y obligatoria aventura a su familia.

Podría decirse, podría afirmarse que en ese momento fue cuando La Isla empezó a quedarse sola, cuando empezó, por imperativos gubernamentales, a asentarse, a imponerse la tranquilidad. El comercio primero y la peatonalización de nuestra arteria principal han contribuido a que sienta el latido triste, débil y misterioso del silencio, sólo quebrado por la sabatina algarabía infantil, el breve y agudo canto de un mirlo al amanecer, el ladrido impertinente y redundante de un perro atado al cruzarse con otro en sus mismas condiciones, la voz rota y protestona de Juanillo al atardecer acordándose de la ralea de quien lo hizo rabiar.

La Isla enmudece. Desde entonces enmudece con una sonrisa imprecisa, callada, como la tranquilidad que la ahoga. Sólo la turba el repicar de campanas a mediodía, las horas que marcan arrastrándose de una iglesia a otra, de un reloj a otro, golpeando la realidad con los recuerdos, cincel que descubre esta tranquilidad clara y taciturna, inmensa e imposible. Las pasadas elecciones, la campaña, la propaganda, los actos, en suma, fueron como un espejismo, un paliativo momentáneo a esta melancolía que la aflige. Pero el pasado domingo la tranquilidad salió de su escondite y pulula por La Isla. Los resultados electorales no han encendido el ánimo, apenas se han visto grupos en la calle o en alguna cafetería y son escasos los comentarios en los foros digitales.

Parece que la jornada de reflexión aún continúa, que se alarga y enlaza con este período que nace de la conclusión y la espera, así podría intitularse. No parece que haya ganas de hablar del tema por mucho que los medios audiovisuales nos den la actualidad más inmediata, candente, contrastada o se aventuren incluso con una primicia. No hay ganas de comentar, quizás porque no haya o no se encuentre tema para discutir.

La Isla, si pudiera, estaría alterada ante tanta tranquilidad porque temería si no la tempestad sí cierto alboroto. Mientras tanto, si pudiera, recordaría aquellos tiempos, cuando la tranquilidad era un estado. Serían como retratos en sepia con los cantos gastados de tanto tocarlos, olvidándose, por un instante, de lo porvenir, rogando a la tranquilidad que no asuste, que vuelva a ser lo que fue.

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