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Hablillas

Historia y silencio

Lo primero que nos viene a la mente es el más reciente, la Comisaría de Policía, las colas para renovar el carnet de identidad y las banderas.

Resulta impactante y dramático presenciar la demolición de una vivienda. Parece que entre los escombros se quedan escondidos los recuerdos en forma de tiras de papel de pared que un día disimularon la antigüedad de la cal o en los trozos desiguales pero siempre enormes que absorbieron los brochazos firmes de la pintura plástica y sufrieron los efectos de la modernidad y sus técnicas. Resulta inevitable quedarse parado ante una imagen así. Ese rato resulta evocador porque se rescata la vida que nació y creció en los dormitorios, la que se alimentó en la cocina y la que descansó mientras se educaba jugando en la salita. Es un rato que, ajeno al ruido de la maquinaria cuenta su propia historia desde el silencio particular de las palabras no dichas, aquellas que se pasean a su antojo por la memoria convertidas en imágenes.

En estos días los viandantes que por necesidad, trabajo o dirección postal frecuentamos la calle Doctor Cellier hemos sido testigos presenciales de la desaparición de la finca en la que los pasados inmediato y remoto los unió el mediato de la pausa, mientras se producía el cambio del contenido.

Lo primero que nos viene a la mente es el más reciente, la Comisaría de Policía, las colas para renovar el carnet de identidad y las banderas, tal vez las que menos ondeaban, las menos castigadas cuando soplaba el levante. La inmediatez rescata el día en que se produjo su traslado, con una mezcla de alegría y tristeza, ya que la institución necesitaba una infraestructura específica, acorde a las normas de habitabilidad y seguridad que la antigua finca ya no tenía. Por eso aceptamos sentirla lejos. El futuro mediato fue un espacio vacío por el que flotaron voces jóvenes, preocupadas e ilusionadas por vestir algún día el uniforme de la Armada. Durante años han permanecido estos recuerdos, estas imágenes que nos acompañarán a cuantos vimos cerrarse para siempre la casa de Don Rafael Garófano, profesor que instruyó a tantos jóvenes esperanzados con su ingreso en la Escuela Naval.

El grupo se reunía en la Alameda, sobre el respaldo del primer banco, el que enfrentaba la calle Doctor Cellier. Un rato de charla que se salpicaba con la aceleración del corazón por la chica que veían dirigirse a la Compañía de María o al Instituto, la mirada disimulada al acercarse, sincera y emocionada una vez había pasado, clavada en su espalda adolescente, donde empezaba a formarse el más hermoso silencio femenino. Ella se alejaba a cada paso acercándose a su destino y el grupo, con entusiasmo y siguiendo el mandato de las cuatro campanadas del reloj de la Plaza del Rey, bajaba la calle y desaparecía poco después de pasar la calle Mayorazga.

El Dispensario Municipal los despedía con la alegría de la tarde para volver a hacerlo al caer la noche. Al salir, el grupo se desperdigaba al llegar a la esquina con la calle Real. De vuelta a casa cada uno iba pensando en lo que había aprendido, en la voz enérgica y la mirada clara de Don Rafael, mientras confiaba en que la casualidad le permitiera ver de nuevo a la chica que encendía sus sueños.
La casa se cerró, la Comisaría se trasladó. El Dispensario saluda ahora a un solar que duerme y espera bajo el cielo isleño. Historia y silencio.

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