El año se despidió de La Isla con el bullicio propio de su último trimestre, bullicio incrementado por el buen tiempo reinante. Notamos en estos días las ganas de diversión, las ganas de reír de la gente que no dudó en reunirse para disfrutar de la nieve artificial que no pudo esquivar los soplidos del levante. El enfado quedó para los de siempre, para los anónimos que se encierran en los casilleros de un blog, presos de una rutina que ya pasa de largo, con el rumbo fijo hacia a la indiferencia.
El día anterior a su marcha definitiva, el año regaló a La Isla un rato de tranquilidad para el espíritu, increíble entre tanto trasiego, entre el pateo callejero lento, pesado y asfixiante. Fue como si se hubiera abierto un hueco en el anochecer y la tarde se hubiera vestido de gala, de oscuro para franquear la entrada a cuantos nos acercamos a la librería que pocos días antes abrió sus puertas.
El ajetreo pareció quedarse muy lejos y como un murmullo llegaba hasta nosotros, aislados por las palabras que primero fueron saludos, luego agradecimiento y más tarde charla cordial. Desde las paredes nos observaban los libros. Descansaban dentro de unas cajas de madera, de las que contienen fruta y como ellas nos seducían alineados, con sus títulos llamándonos desde los lomos para ser acariciados unos minutos. Trabadas, con la base sobre la pared las cajas parecían ojos observadores, continentes celadores de un contenido que, como ellas, estaban vivos.
Durante una pausa breve las palabras iniciaron el vuelo. Daniel Fopiani habló de sus “Relatos sin contrato”, de su forma de transmitir la vida convertida en renglones, de la espontaneidad del escritor que empieza. El coloquio posterior informó, generó opinión y nos llevó al final del acto. Los minutos anteriores a la despedida discurrieron entre los grupos que por unos instantes fueron los pilares de la librería, pequeña, es verdad, pero inmensa, porque en ella nos encontramos en el universo de los libros, en la serenidad que se respira cuando se está frente a ellos, en la leve agitación que nos sacude si el título nos seduce, en la pasión que se desata por conocer la historia tras leer la sinopsis, en el deseo ferviente de volver cuando el tiempo nos apremia a marcharnos.
En fin, una sucesión de imágenes que aquella noche cerrada y cálida nos llevamos al despedirnos de Gonzalo, su propietario, quien al lado de la puerta nos invitaba a regresar como lo hacía el árbol que iluminaba el ángulo opuesto de la sala. La luz brotaba de sus ramas resbalándose por los deseos anotados que como hojas pendían de ellas, dibujando los contornos de los libros, amontonando sombras entre los listones de madera que los contenían. Árbol que se mostraba esplendoroso porque era quien desviaba la atención hacia los títulos, suscitando y favoreciendo la relación entre ellos y el lector. Árbol alimentado por la tierra del conocimiento y el agua de la imaginación.
La literatura y la Isla están muy ligadas y como artes afines necesitaban un un punto de encuentro donde la palabra verbalizada y la escrita se unieran para compartir, enriquecer y entretener y esta librería, Al-Ándalus, está por la labor. Estamos de enhorabuena.