La gente terminó por conocerlo como El Frío. Con los apodos ocurre un poco como con los chistes: nunca llegaremos a saber quién fue el primero en inventarlos, pero resulta imposible desprenderse de ellos una vez que el pueblo los hace suyos. De hecho, puede que muy pocos conocieran su nombre y apellidos, pero todos sabían perfectamente quién era El Frío, y todos sabían perfectamente a qué se dedicaba, porque de ahí le venía el mote.
Cada verano, cuando alguna persona perdía la vida ahogada en las aguas del río Guadalete, arrastrada por algún torbellino de los que formaba la corriente, o atrapada en el traicionero fondo del curso, lo llamaban a él para que bucease en busca del cuerpo y lo devolviese a sus familiares. Lo de “El Frío”, me contaron, era por lo frías que estaban las aguas en las que tenía que sumergirse para cumplir con el encargo, pero lo mismo podría servir para certificar la actitud con la que tenía que llevar a cabo su desagradable e inevitable trabajo en unos años en los que aún no existían las piscinas ni los socorristas; a lo sumo, la alberca de algún conocido, y siempre que no estuviese vacía, porque el agua ya se había destinado al riego de la huerta.
Eso ocurrió hace muchos veranos, “cuando no había otra cosa”, como nos suelen recordar padres y abuelos, y entiendo que otros pueblos y ciudades asomados al Guadalete tendrán sus propias historias, héroes forzosos y lágrimas al sol del mediodía a causa de las desdichas vinculadas a la también tierna estación “de lujurias y azoteas”.
Hoy, en cambio, resulta fácil encontrar una piscina a mano en cualquier sitio, y hasta Jerez se considera destino turístico de segunda línea de playa. Lo que no tenemos ahora mismo es río: sigue ahí, por supuesto, pero como un mero apunte a pie de página, la excusa para una reseña histórica o la inspiración para un poema, después de muchas décadas dándole la espalda, tal vez por no enfrentarnos a la vergüenza del abandono acumulado a lo largo del cauce, por donde ya no surcan aguas transparentes ni vibrantes aunque persista en ellas el mismo deseo de hacerse pronto a la mar.
Hemos llegado tarde al renacido afán por el reencuentro con la naturaleza, que ha generado asimismo una oportunidad para el turismo rural, pero la creación de paseos fluviales, senderos y carriles suponen en este momento la reconciliación, aunque tardía, con un paisaje tan propio como desaprovechado al que hay que seguir sacándole partido después de tantos años perdidos en los que lo único importante era el ladrillo y en los que, de no ser por las crecidas del propio río en los momentos de lluvias torrenciales, ni siquiera habríamos reparado en limpiar el cauce.
La culpa es solo nuestra. No solo por la dejadez, sino por haber transmitido esa imagen de abandono a las nuevas generaciones, acostumbradas a ver un cauce empantanado, con lagunas repletas de verdín, inmóviles, yacentes, a la espera de que la apertura de las compuertas de algún embalse las reanime de su también pestilente letargo. Ese es el río junto al que hemos crecido, ése es el río que hemos visto durante años y años, sin mejor recuerdo que el asombro de la gran riada del 96, que fue como quien descubre el océano por primera vez, aunque solo fuera el Guadalete con todo su esplendor recuperado de golpe.
Más de medio siglo después cuesta imaginar cómo serían aquellos veranos en los que “no había otra cosa”, sobre todo si vivías lejos de la playa, y niños y jóvenes iban a las zonas tranquilas del río a darse un baño frío cuando apretaba “la calor” y con cuidado de haber hecho bien la digestión, que antiguamente eran dos horas, no diez minutos. Tampoco queda tan lejos en el tiempo, pero a la vista está que lo suficiente como para hacer solo posible el recuerdo, en modo Cuéntame. La conciencia ecologista, como el progreso, todavía tardaron demasiados años en hacerse presentes para facilitar sus diagnósticos y sus remedios, que bastante poco lo tenían ya llegado el momento, o al menos para hacerle volver a ser lo que fue, pese a seguir ahí.