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JASP octogenarios

Los de mi generación crecimos convencidos de que el futuro -este presente que vivimos confusamente y desesperanzados- nos pertenecía y que sería entonces cuando cambiaríamos las cosas...

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Los de mi generación crecimos convencidos de que el futuro -este presente que vivimos confusamente y desesperanzados- nos pertenecía y que sería entonces cuando cambiaríamos las cosas. Fuimos la generación JASP, jóvenes aunque sobradamente preparados, que creía haber hallado la fórmula para asaltar el poder, aquella que mezclaba el empuje de la juventud, la pasión por unos ideales y la cimentación de una formación universitaria. Con esas armas pocas injusticias podían resistírsenos, teníamos la brújula que siempre marcaba el norte de la utopía realizable. Aquel eslogan, de una marca de coches, escondía lo que se estaba gestando bajo la apariencia de un futuro deslumbrante: no dejaba de ser un acicate publicitario para el consumo, una pista de la sociedad desmovilizada que el sistema quería, de la juventud sobradamente preparada para consumir y encajar en el engranaje de la economía de mercado. Los ideales eran cosa de fracasados, el éxito se medía en las cuentas corrientes.

A esos jóvenes les correspondía guiar el tránsito de la humanidad por el primer cuarto del siglo XXI, al menos en Occidente. Visto con perspectiva, el fracaso ha sido monumental: desempleo, pobreza, crisis migratorias, guerras, incultura, educación de baja calidad, vulneración de los derechos humanos, injusticia galopante, derrumbe del modelo social, pérdida de valores, etc. Lo peor es la mutación en el adn de la juventud que ha provocado esta situación, amputando a las generaciones nuevas impulsos antes connaturales al joven como la rebeldía, el inconformismo, la sed de libertad y el ansia por subvertir el estatus quo. Pensamos que los jóvenes de hoy son más poderosos que nunca porque acumulan miles de seguidores en las redes sociales dispuestos a respaldar causas con un cómodo me gusta, sin jugarse nada más que los gigas contratados con su operador móvil. Hoy creemos que la juventud manda porque mira la pantalla de su smartphone, y obviamos que para hacerlo deben doblar la cerviz en un gesto que siempre significó sumisión. Y el poder los quiere así, cabeza gacha y huellas dactilares gastadas a fuerza de intentar borrar injusticias golpeando una pantalla táctil.

En medio de esta innegable crisis de la juventud toca aferrarnos al salvavidas de la vejez como única posibilidad de futuro. Ahora hay más rebeldía y esperanza en la vejez que en la juventud, mientras una se emboba en campañas digitales, la otra pone voz a los pobres y a las víctimas de la injusticia; mientras se seduce a una diciéndole que el paraíso le pertenece por derecho propio y sin esfuerzo alguno, la otra advierte que el edén no existe si no es como una construcción colectiva que requiere compromiso y renuncias personales.

Frente a la arrogancia juvenil se erige la humildad sabia de la vejez, que está dando una lección de futuro a la juventud. Surgen figuras octogenarias, o a punto de serlo, cuyos planteamientos públicos resucitan el espíritu de una juventud madura intelectualmente y rebelde que, para mal de la humanidad, ya casi no existe. Es curioso que el chocheo se haya mudado de barrio, y ahora pasee por las mentalidades y palabras de los más jóvenes, porque chochear no es más que tener un pensamiento decrépito y enajenado.

Hay dos figuras provectas que en estos días están mostrando un discurso comprometido, sin aspavientos ni violencias verbales, más revolucionario que cualquier soflama política o comentario en redes sociales. Son el ex presidente uruguayo José Mujica y el Papa Francisco, quienes remueven más conciencias y denuncian más injusticias que cualquier político o activista. Ellos son un ejemplo doloroso del caudal de sabiduría y experiencia activa que dejamos escapar en nuestra sociedad por el sumidero de la arrogancia; ellos representan la vejez, pero solo biológica, ya que están actuando como vanguardia intelectual y ariete de la justicia social mientras los más jóvenes desdeñamos el valor de la sabiduría como motor de progreso y transformación.

Y es que los viejos nos están enseñando a ser jóvenes más allá de la edad biológica. Hoy son ellos los JASP, jóvenes ancianos sabios y progresistas, que sacan los colores a los jóvenes aunque sobradamente pasivos.

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