Las hogueras de San Juan son la puerta que abre la época estival. Estación que tiene algo de mágico, apasionado y telúrico, envolviendo el ambiente de un halo de alegría y fiesta. Son muchos los que esperan la llegada del verano como algo especial, los días se alargan en una gran explosión de vida, y las noches se hacen protagonistas del cotidiano alterne. Desde el punto de vista gastronómico hay un inconfundible aroma que comienza a ser habitual, el de las barbacoas. Junto a las ensaladas, gazpachos que ayudan a mitigar los rigores del verano, las barbacoas se convierten en una de las maneras más propias de esta época para cocinar. Su espontaneidad, la facilidad que tiene para posibilitar una reunión y, en teoría, su sencillez, hacen que forme parte de nuestra cultura culinaria durante el verano, además de ser uno de lo métodos de cocinado más inmaculado por manifestar de una manera descarada y cruel cualquier mácula o defecto que la materia prima pueda tener. La parrilla es un instrumento primitivo y elemental que nos retrotrae al pasado, incluso al origen de la cocina en la historia de nuestra alimentación.
Encender un fuego de leña o carbón, colocar sobre él un enrejado metálico y, encima la pieza, esperando a que el calor realice su función, puede parecer en un principio el método de cocción más elemental que existe, y por ende el más sencillo para el cocinero, pero la realidad es más compleja. Porque cocinar en una barbacoa, sobre todo cuando se trata de pescado fresco de nuestras costas, requiere pocos requerimientos tecnológicos pero sí otros nada fáciles de conseguir. En la mayoría de las ocasiones la buena mano del barrillero y no muchos recursos más, salvo la intuición y el ‘ojo clínico’, son suficientes para aplicar la técnica correcta. Las aproximaciones y las rectificaciones son casi imposibles, o se acierta o se fracasa. Eso sí, el resultado final es el que vale, y pocos métodos de cocinado resaltan más la frescura y la buena calidad del producto. A grandes rasgos la buena barbacoa se consigue, ante todo, con la mejor materia prima, la más fresca; luego una brasa adecuada cocinando a la altura perfecta para cada momento del asado; un buen combustible, por ejemplo de encina; mejor oído para dejarse llevar y también guiar por el crepitar de las llamas, y mucha paciencia, haciendo honor al dicho popular que asegura que “el cocinero se hace y el barrillero nace”. La semana que viene más…
La receta de la semana
Siempre me he preguntado el porqué de los excesos de asadores de carne que existen, y cómo apenas te encuentras locales especializados en las parrillas de pescado, sobre todo cuando la materia prima que regala nuestras costas dan lugar a ello. Esta posibilidad queda reducida prácticamente a los chiringuitos de verano, donde disfrutar de los mejores pescados acompañados de una piriñaca, alcanza altas cotas de placer. Y como protagonista: la ineludible sardina. Comentar la receta de cómo prepararlas asadas es tan efímero como el comerlas. Lo primero y más importante, la calidad. Recién desembarcadas, plateadas, casi vivas, escurridizas y tersas, se depositan sobre la parrilla o ensartadas en espetos como hacen en Málaga, y poco más. El éxito del asado de las sardinas reposa sobre todo en su frescura y, en la calidad que reside en la riqueza de grasa que contengan. Conviene asarlas enteras, es decir, sin eviscerarlas, saladas con generosidad, utilizando sal gorda marina. La parrilla debe situarse sobre unas brasas ya muertas, sin llama, de carbón de encina, a una distancia que podríamos definirla de tal manera que las llamas que producen las gotas de grasa que las sardinas desprenden durante sus asado no alcanzan al pez, pero si lo impregnan de sus aromas. En la práctica, esta distancia suele situarse en torno a los 10 cm. Pronto el aroma mezclado con la brisa salada del mar inundará el aire abriendo los ansiosos apetitos. A partir de aquí solo queda disfrutar de buena compañía, una piriñaca fresca elaborada con tomates de Conil, un buen tinto de verano preparado con un buen vino, ¿porqué no?, y a verlas venir.
Encender un fuego de leña o carbón, colocar sobre él un enrejado metálico y, encima la pieza, esperando a que el calor realice su función, puede parecer en un principio el método de cocción más elemental que existe, y por ende el más sencillo para el cocinero, pero la realidad es más compleja. Porque cocinar en una barbacoa, sobre todo cuando se trata de pescado fresco de nuestras costas, requiere pocos requerimientos tecnológicos pero sí otros nada fáciles de conseguir. En la mayoría de las ocasiones la buena mano del barrillero y no muchos recursos más, salvo la intuición y el ‘ojo clínico’, son suficientes para aplicar la técnica correcta. Las aproximaciones y las rectificaciones son casi imposibles, o se acierta o se fracasa. Eso sí, el resultado final es el que vale, y pocos métodos de cocinado resaltan más la frescura y la buena calidad del producto. A grandes rasgos la buena barbacoa se consigue, ante todo, con la mejor materia prima, la más fresca; luego una brasa adecuada cocinando a la altura perfecta para cada momento del asado; un buen combustible, por ejemplo de encina; mejor oído para dejarse llevar y también guiar por el crepitar de las llamas, y mucha paciencia, haciendo honor al dicho popular que asegura que “el cocinero se hace y el barrillero nace”. La semana que viene más…
La receta de la semana
Siempre me he preguntado el porqué de los excesos de asadores de carne que existen, y cómo apenas te encuentras locales especializados en las parrillas de pescado, sobre todo cuando la materia prima que regala nuestras costas dan lugar a ello. Esta posibilidad queda reducida prácticamente a los chiringuitos de verano, donde disfrutar de los mejores pescados acompañados de una piriñaca, alcanza altas cotas de placer. Y como protagonista: la ineludible sardina. Comentar la receta de cómo prepararlas asadas es tan efímero como el comerlas. Lo primero y más importante, la calidad. Recién desembarcadas, plateadas, casi vivas, escurridizas y tersas, se depositan sobre la parrilla o ensartadas en espetos como hacen en Málaga, y poco más. El éxito del asado de las sardinas reposa sobre todo en su frescura y, en la calidad que reside en la riqueza de grasa que contengan. Conviene asarlas enteras, es decir, sin eviscerarlas, saladas con generosidad, utilizando sal gorda marina. La parrilla debe situarse sobre unas brasas ya muertas, sin llama, de carbón de encina, a una distancia que podríamos definirla de tal manera que las llamas que producen las gotas de grasa que las sardinas desprenden durante sus asado no alcanzan al pez, pero si lo impregnan de sus aromas. En la práctica, esta distancia suele situarse en torno a los 10 cm. Pronto el aroma mezclado con la brisa salada del mar inundará el aire abriendo los ansiosos apetitos. A partir de aquí solo queda disfrutar de buena compañía, una piriñaca fresca elaborada con tomates de Conil, un buen tinto de verano preparado con un buen vino, ¿porqué no?, y a verlas venir.
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