Miedo a qué, nos hemos preguntado a veces sin profundizar demasiado. El miedo está presente en la existencia porque nace con nosotros y se va extendiendo como una tinta por toda nuestra vivencia. No sabríamos explicar ese pellizco que actúa en la sombra de las entrañas desde el momento en que queremos a alguien. Se afirma que el miedo ha sido el gran motor de la especie. Suele disfrazarse de mil maneras y pasa inadvertido, pero siempre está presente. Hay un miedo patológico que trastorna la personalidad y crea conflictos propios de la clínica, de ese no hablamos; muchas veces los comportamientos son cuestión de grados más que de diferencia específica y en el caso también cabe tenerlo en cuenta. Es lo cierto que el miedo es un acompañante nato de la naturaleza humana y nos conviene aprender a trastearlo porque en buena medida de esto dependerá la calidad de nuestra existencia.
Podíamos hablar de diversidad de miedos y de situaciones en que actúa cada uno de ellos. Nuestra madre es la primera que suele abrir brecha con los peligros que nos encontraremos fuera de sus faldas. Existen encuestas que nos indican cómo influyen en la incertidumbre el origen social, la cultura, titulaciones o puesto conseguido en la escala de la sociedad. Pero hay uno que viene de antiguo, que lo tenemos arraigado como una hiedra maligna a lo más oscuro. Nacemos con él y fuera bueno para cada cual una madre segura de sí misma que desde los primeros momentos nos transmitiera tranquilidad. Nadie como ella puede hacerlo, así como nadie puede distorsionar en mayor proporción el desarrollo personal. Muchas patologías dependen para mal de esos primeros años en que se desarrolla la mente del niño en un ambiente de mimética familiar: temor versus seguridad constituyen un equilibrio en esta sociedad tan compleja en que estamos metidos.
Todo está complicado con el ideal de libertad a que aspira el hombre de hoy; es como una obsesión. ¿Y cómo sentirse seguros sintiéndonos libres? Son una contradicción lacerante ambas sensaciones juntas y constituyen el gran reto de la civilización posmoderna. Las sociedades más seguras son las más atemorizadas porque son las más abastecidas y las más libres: difíciles de conjugar estos términos que tienen su acoplamiento como un gran puzzle de la complejidad. La libertad teóricamente es el don que más nos acerca a Dios y es lógico que sea el más difícil de administrar; la política y los mercados nos ofrecen una imagen falsa en cierta medida de la realidad y contribuyen con su posición interesada a agravar la inseguridad de nuestro ánimo. Esta es la época de las utopías.
No es posible librarnos del miedo mientras estemos en carne mortal. Psicoanalistas dicen que el que sentimos por el hecho de morir es el referente de todos los miedos y puede ser porque una de nuestras preocupaciones arraigada hasta la raíz es la de la persistencia. Sin embargo dicen otros que el verdadero miedo a la muerte se siente en las personas que amamos. O bien porque se van o bien porque se quedan si nos vamos, en ambas situaciones nuestro ánimo se entristece en profundidad. Algunos comentan que prefieren morirse antes que sus seres queridos y que nada duele como la muerte de un hijo, seguro que es verdad. El colegio y la organización social que encomendamos a los políticos deberían hacer por protegernos de estas tendencias pero los funcionarios utilizan otros lenguajes. El miedo a veces nos lleva al sometimiento.
Podíamos hablar de diversidad de miedos y de situaciones en que actúa cada uno de ellos. Nuestra madre es la primera que suele abrir brecha con los peligros que nos encontraremos fuera de sus faldas. Existen encuestas que nos indican cómo influyen en la incertidumbre el origen social, la cultura, titulaciones o puesto conseguido en la escala de la sociedad. Pero hay uno que viene de antiguo, que lo tenemos arraigado como una hiedra maligna a lo más oscuro. Nacemos con él y fuera bueno para cada cual una madre segura de sí misma que desde los primeros momentos nos transmitiera tranquilidad. Nadie como ella puede hacerlo, así como nadie puede distorsionar en mayor proporción el desarrollo personal. Muchas patologías dependen para mal de esos primeros años en que se desarrolla la mente del niño en un ambiente de mimética familiar: temor versus seguridad constituyen un equilibrio en esta sociedad tan compleja en que estamos metidos.
Todo está complicado con el ideal de libertad a que aspira el hombre de hoy; es como una obsesión. ¿Y cómo sentirse seguros sintiéndonos libres? Son una contradicción lacerante ambas sensaciones juntas y constituyen el gran reto de la civilización posmoderna. Las sociedades más seguras son las más atemorizadas porque son las más abastecidas y las más libres: difíciles de conjugar estos términos que tienen su acoplamiento como un gran puzzle de la complejidad. La libertad teóricamente es el don que más nos acerca a Dios y es lógico que sea el más difícil de administrar; la política y los mercados nos ofrecen una imagen falsa en cierta medida de la realidad y contribuyen con su posición interesada a agravar la inseguridad de nuestro ánimo. Esta es la época de las utopías.
No es posible librarnos del miedo mientras estemos en carne mortal. Psicoanalistas dicen que el que sentimos por el hecho de morir es el referente de todos los miedos y puede ser porque una de nuestras preocupaciones arraigada hasta la raíz es la de la persistencia. Sin embargo dicen otros que el verdadero miedo a la muerte se siente en las personas que amamos. O bien porque se van o bien porque se quedan si nos vamos, en ambas situaciones nuestro ánimo se entristece en profundidad. Algunos comentan que prefieren morirse antes que sus seres queridos y que nada duele como la muerte de un hijo, seguro que es verdad. El colegio y la organización social que encomendamos a los políticos deberían hacer por protegernos de estas tendencias pero los funcionarios utilizan otros lenguajes. El miedo a veces nos lleva al sometimiento.
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