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Sin Diazepam

Papel higiénico repleto de circunstancias

Publicado: 23/02/2018 ·
17:06
· Actualizado: 24/02/2018 · 18:02
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Autor

Younes Nachett

Younes Nachett es pobre de nacimiento y casi seguro también pobre a la hora de morir. Sin nacionalidad fija y sin firma oficial

Sin Diazepam

Adicto hasta al azafrán, palabrería sin anestesia, supero el 'mono' sin un mísero diazepam, aunque sueño con ansiolíticos

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“Yo soy yo y mi circunstancia”. Frase acuñada por el gran Ortega y Gasset que me viene como anillo al dedo para encabezar este artículo de mierda y darle un tufillo intelectual, tan necesario en estos tiempos de borregos boquiabiertos. Nacer pobre, triste circunstancia, te marca de por vida, es un tatuaje bajo la piel imposible de borrar. Aunque si se le saca partido, no siempre conlleva negatividad. Por ejemplo, en mi caso el papel higiénico tiene un significado distinto a la de muchos lectores.

Me explico. O lo intento. Durante mi infancia y en gran parte de la adolescencia, en mi casa apenas lo usábamos. Junto al váter teníamos un gancho y allí colocábamos el papel en el que envolvían el pan nuestro de cada día. También hojas de periódico, las cuáles era menester arrugar varias veces para que adquiriese la suficiente y necesaria suavidad que evitase rasgarnos el ‘ojete’ cual lima sobre madera. Pero había días, contados, muy contados, en los que aparecía en casa un rollo de papel higiénico, blanco e incluso rosa. En ese instante, mis hermanos y yo sabíamos que se esperaba visita. Pero no una visita cualquiera. Mi casa se preparaba para la llegada de personas económicamente más pudientes que nosotros, lo cual tampoco era muy complicado. Si los que esperábamos eran pobres, mis padres no se molestaban en aparentar un carajo. Y al contrario, si eran pudientes, pues mi madre sacaba los vasos más transparentes, los tenedores sin máculas, limpiaba el salón, compraba cocacola y colocaba en el váter un reluciente rollo de papel higiénico.

Y entonces era la guerra. Cuando la visita se marchaba, los hermanos nos peleábamos por darle los últimos sorbos a la cocacola y por defecar como si nos hubiéramos atiborrado de laxantes. Y sí, teníamos que esperar a que se fuesen para que mis padres no se avergonzasen si dábamos la impresión de estar ansiosos como cerdos en un lodazal. Era, os lo juro, maravilloso. La cocacola nos sabía a gloria y nuestros culos temblaban, e incluso lloraban de emoción ante el aterciopelado roce del papel higiénico. Eran nuestras circunstancias.

En la casa en la que casi todo mi cuerpo creció (mi pene apenas ha cambiado desde los dos años), tampoco disponíamos de termo para la ducha, ni de cisterna (existía una antigua pero jamás funcionó), entre otras carencias que hoy sí echaría de menos.

Así que cuando alquilé, con 18 años, la primera habitación en un piso compartido en Málaga, flipé y me sentí como el hombre más rico del mundo. Ni que decir tiene que estuve un tiempo ‘jiñando’ tres veces al día y duchándome otras tantas. Defecar con el culo sobre una tapadera. Terminar y acicalarlo con papel higiénico, tirar de la cadena sin tener que llenar un cubo. Y para colmo, meterme en la ducha y dejar que mis nuevas circunstancias en forma de agüita templada, empapasen mi impresionante cuerpo me hizo ser lo que soy. Un ser enamorado de sus circunstancias.

 

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