Este verano me he propuesto aprender a importar canciones a mi ipod. Seguro que sabe, amigo lector, de lo que estoy hablando. Me aventaja, porque yo me he enterado de su existencia muy poco antes de tenerlo en mis manos. Estas cosas tan modernas y pequeñas me dan tanto reparo como respeto, no vaya a ser que le dé, que le toque, más bien, a la flecha equivocada y desaparezca lo importado. Pues bien, despacito y releyendo las indicaciones, ya puedo disfrutar de los hermanos Carpenters, los Cantos Gregorianos, una selección de Mozart, de Ketèlby, las Andrew Sisters, la banda sonora de
El Mago de Oz, como puede apreciarse, un surtido tal como recoge la voz en su acepción cuarta. Y continúo eligiendo artistas, porque en este artilugio con forma de petaca plana, aunque tiene memoria limitada, en mis libros -como se decía antiguamente- o para mis entendederas, la intuyo rozando el infinito.
Aunque la explicación es lógica y transparente, en estos modernismos ando a paso de tortuga y no me avergüenza admitir con humildad que algo tiene de prodigio y magia, aunque la realidad sea demostrable por esos pequeños circuitos que permiten las conexiones y esto lo dice el diccionario. Volviendo al tema, he elegido a un artista que me gusta desde que era chica: Engelbert Humperdinck. De nombre impronunciable, este inglés de madre hindú revolucionó a las féminas de los setenta no sólo por su voz. Le tocó competir con otros dos increíbles: Tom Jones y John Rowles, sin embargo cada uno supo mantenerse y conservar su público desde entonces hasta ahora. Jones sigue arrasando, Rowles continúa cantando en directo en su Nueva Zelanda natal y Humperdinck no deja títere con cabeza a fuerza de buen humor. Su voz cálida, particular y enérgica no ha perdido la capacidad de seducir, de acariciar el sentido del oído, si bien esto no se ha apreciado, no se ha tenido en cuenta en el pasado festival de Eurovisión.
No dudó en participar. Los setenta y seis años cumplidos no fueron un impedimento, una barrera para echarse atrás, todo lo contrario, pues lo hemos visto disfrazado como Alice Cooper, Elvis Presley o el más duro roquero, demostrando un sentido del humor increíble a la vez que la edad poco importa cuando hay profesionalidad. Con una balada muy en su estilo, cantó como siempre, como si no hubieran pasado los cuarenta años que las separan de las primeras, de aquel Can´t smile without you, sin embargo no convenció porque el festival está enfocado de otra forma. Sin entrar en disquisiciones ni mucho menos polemizar, este festival, actualmente, no es ni la sombra de lo que fue.
Quizás la participación de Humperdinck haya parecido caduca, el intento de rescatar a un artista olvidado, de saborear la fama gozada hace más de cuarenta años aunque fueran tres minutos. Honestamente, opino que nada de esto se sostiene, pues Engelbert Humperdinck sigue grabando, vendiendo y llenando las salas con su público fiel. Evidentemente, los jóvenes no sienten predilección por las baladas si no las canta Celine Dion. Por eso me reafirmo al pensar que en todo esto se adivina un reconocible, admirable y envidiable sentido del humor.
Yo lo recordaré cuando oiga de nuevo
Call on me, The last Waltz, When o la inolvidable
A man without love, que desató gritos apasionados. Quién le iba a decir que sus baladas iban a proporcionar delicia a los paseos. Quién le iba a decir que sus años anudarían con naturalidad un lazo tan original como extraño entre el desenfado y la galanura.