Hay algo en el ambiente que acongoja y escuece. Debe de ser por causa del tiempo, porque la luz clara, brillante y doliente del verano se va debilitando, los destellos de la tarde se van apagando un minuto antes, alargando la noche. Debe de ser porque de nuevo se oye el arrastre y los trompicones de las mochilas infantiles, los gritos agudos de los más pequeños que entre hipidos y babas suplican “no” con desespero.
Por las caras de las abuelas, las otras mamis de los nietos, que a veces no pueden disimular más el cansancio de los años, que no de la briega, por mucho que el paseíto mantenga raya el peso y la tensión, el colesterol y el ritmo biológico. Debe de ser porque el desamparo se ha hecho un hueco en La Isla, se ha acomodado en ella tomando la forma de un jinete apocalíptico, cuya figura aún no está del todo conformada, aunque viva en su mente y en la de todos profusamente detallado. Lo ve campando a sus anchas, haciendo de las suyas como el hombre invisible, pero a diferencia de éste, las huellas no están sobre el pavimento ni holladas en la tierra. Este jinete cabalga sin descanso y sin prisa por sus calles hoy vacías, con la vida guardada, reservada para un fin de semana a unos cuantos kilómetros de distancia, no hacen falta más, donde alejarse unas horas del galope impertinente, constante y pertinaz que se cuela hasta en los sueños.
El desamparo vive en La Isla desde hace tanto tiempo que ya forma parte de ella. Apenas se la recuerda como el Aranjuez chiquitito que fue. Esto, más bien suena a leyenda, a título de cuento o de novela, pero fue tan real como la calle que la vertebra, una calle que sin cambiar lo ha cambiado todo. Entonces el ánimo huye de este jinete loco, intenta escapar para no ser atrapado por esta maldita sombra amorfa y cae sobre las manos de La Isla que contempla con sentimiento y frustración una nueva victoria.
Porque aunque el desamparo sea una situación fruto del abandono o de la ausencia, adopta formas tan conocidas y peculiares como propagandas y ofertas pegadas en las farolas, anuncios de espectáculos deslavazados sobre un tablero desvencijado, jardines con el césped pisoteado y setos agujereados, terrazas con restos de un rato de charla bajo las mesas, paseos destrozado cuando aún suena el último golpe del palustre. La Isla sufre un brote de crónica pereza ciudadana que ha degenerado en el desamparo que sufre, que le ha ido quitando las fuerzas para combatirlo.
Y lo sabe cuando suena el “hay que ver” al aparecer las letras naranjas de “se alquila”; porque siente un suspiro cuando se lee “liquidación por cierre”. Pero lo que le pellizca y arranca la lágrima es la contemplación de locales vacíos, locales que han sido el sustento de familias, abrigos de ilusiones, en suma, que ahora se deshacen, que amontonan chismes rotos y recuerdos. Desde la calle, a través de los cristales La Isla puede ver el alma y cómo el desamparo la va arañando un poco más con el paso lento y firme de los días. Y el isleño se está acostumbrando a vivir con él, a mirar para otro lado esperando a que se vaya tal como vino, a que algún día siga su camino solitario y triste, como el titiritero de la canción.
Porque no piensa en espantarlo, en echarlo a escobazos porque sabe que si hay un atisbo de remedio, una mano negra surge y empuja con más fuerza desbaratándolo todo. Mientras tanto, La Isla siente y calla. Tiene ganas de llorar. La meteorología y la estación poco tienen que ver.