Nadie diría que son más de veinte los años que Álvaro de Laiglesia entró en el silencio frío y distante del último viaje, el de ida, el que se hace en solitario. Su ausencia, el hueco no se llenará jamás, nadie podrá sustituirle con un estilo similar porque su trabajo, el enfoque de las situaciones que retrataba en sus novelas, los personajes que vivían en ellas son únicos e irrepetibles. Su muerte reunió a conocidos y familiares en una ceremonia íntima, sencilla, discreta y desde entonces nadie ha vuelto a hablar de él. Quizás, como a otros autores, le sigue pesando en color de su pasado, quedando su nombre silenciado, mientras que sus obras permanecen.
Este es su legado, el particular e innegable tesoro de su trabajo, tesoro abundante, incomparable, alcanzable y disfrutable por todo aquel que lo desee. Cuarenta y cuatro son las novelas que publicó, en las que nos hizo reír con una trama sencilla, simple, pero llena de situaciones increíbles. Leerlas o releerlas es como estar en el teatro o volver a él cuando se abre el libro, disfrutando con los personajes que dibujan la escena con sus movimientos. Discurren entre la astracanada y el surrealismo, entre la sencillez y la originalidad, sin perder el patrón del humor aderezado con la crítica directa a la censura del régimen que le tocó vivir de forma irónica, hábil y punzante.
Tras su paso por la
Ametralladora y
La Codorniz, la primera novela sorprendió por disparatada, pues
Un náufrago en la sopa tiene a una cabeza por protagonista, que sólo se alimenta de poesía y de lo necesario y exclusivo para la nutrir la inteligencia. La crítica la considera poco humorística aunque el título estire los labios. El humor está en todas, si bien
Yo soy fulana de tal es la que se lleva todos los elogios. Sin descripciones detalladas, Mapi, la protagonista, es una chica de provincias que se va a Madrid donde encuentra trabajo como manicurista. Su vida es sencilla, anodina hasta que las circunstancias y sus amoríos la llevan irremisiblemente a la prostitución.
Sin duda alguna, su popularidad se incrementó cuando fue llevada al cine por Pedro Lazaga. Concha Velasco hizo un trabajo estupendo, el que le exigió o le marcó su director, que nos mostró a Mapi sofisticada, repintada y algo mayor a la creada por Álvaro de Laiglesia. Estrenada seis años antes de su muerte, se esperaba algún comentario, sin embargo los medios no recogieron reseña alguna sobre él y sí sobre el trabajo de la actriz.
Cuatro patas para un sueño es la segunda parte, cuyo enlace con la primera es únicamente su protagonista, manteniendo el estilo autobiográfico y retomando la causa que la llevó a morir trágicamente, escrito sin drama, sin rodeos, de repente: “Aquella noche vino a visitarme mi amiga, la neura, y con su permiso, me suicidé”. La relectura no suaviza el impacto, porque aunque el lector lo sepa, lo olvida y no lo espera. Es uno de los logros del autor, descubrir una nueva obra a partir de la misma.
Todos los ombligos son redondos es otro ejemplo, con el toque épico que le aporta la vida de un diplomático, quien además de ejercer sus funciones se dedica a la comparación de la peculiar cicatriz. Sus viajes propician algunas conquistas y situaciones que traspasan la lógica entreteniendo y haciendo reír desde la primera línea hasta el sorprendente final.
Estos más veinte años sin Álvaro de Laiglesia son un aliciente para la reedición de sus obras, para rescatar su particular y original patrón del humor, a pesar del silencio que aún le rodea. A pesar de que se presente una Navidad cruelmente recortada.