Sucede al anochecer, cuando la falta de luz empieza a notarse tomando el color de las sombras. Sucede cuando la tranquilidad debería a empezar a reinar, cuando sólo debería oírse el murmullo de la gente que pasea mirando los escaparates o curioseando por el mercadillo de la Alameda.
Es entones cuando La Isla cruje y se queja, cuando los respingos quitan el hipo más persistente, cuando los petardos explotan como una traca. Cierto es que de un año para otro las cosas se olvidan y tal vez por eso resulte sorprendente tal sucesión de ruidos tan estridentes que llegan a asustar. No se trata de una exageración, porque los paseantes han dado más de un salto por causa del estallido. Es sabido que un petardo no va a matar a nadie pero el mal uso de los mismos puede hacer mucho daño. Como ejemplo tenemos la destrucción de la estatua de San Juan en el barrio de La Casería, una gamberrada que no ha causado daños personales, pero el destrozo ha sido tan demoledor como el efecto de una bomba.
La noticia hace pensar o más bien concluir en que nadie vio los preparativos y si los vio o bien recibió una sarta de improperios por parte de los ejecutores o bien no reparó en lo que estaban haciendo. El caso es que se trata de un acto que ha sobrepasado el límite de la gamberrada, pues podría calificarse como una barbaridad con sus correspondientes visos de crueldad.
Se queda uno helado con estas cosas, pero el desconcierto es aún mayor cuando la mano menuda de un niño de no más de tres o cuatro años lanza sobre el pavimento unas bolitas que estallan ante la risa sonora de su padre. La memoria hace de las suyas y rescata las reprimendas, los pescozones y los tirones de orejas de los mayores cuando burlando su vigilancia los chicos más atrevidos compraban una ristra de triquitraques. Por una peseta daban diez motas rojas que al ser frotadas por el suelo de cemento lanzaban chispas acompañadas del sonido que reproduce su nombre.
También explotaban los mixtos en las pistolas de juguete, una tira delgada y rosa, cuyo relieve aplastaba el gatillo produciendo el sonido más parecido al disparo de un sheriff al abatir a un forajido. Los niños que jugaban a los cowboys lo hacían con estos juguetes que cargaban bajo la atenta mirada de los padres o hermanos mayores, porque lo peor que podía pasarles era cogerse un pellizco y levantarse la piel.
Hoy se han cambiado las tornas, son los niños quienes deciden o al menos es lo que parece, porque no hay quien les haga comprender que esas bolitas no son tan inofensivas como aparentan. Podría decirse que La Isla está siendo petardeada porque los estruendos no cesan y el olor a pólvora llega a ser insoportable. Pasear por el Parque Almirante Laulhé es un ejemplo, como experimentar la sensación de estar en una trinchera, sólo que ignorando dónde se encuentra el frente. Esta Navidad va a ser recordada con ruido y seguro que el deseo de su paso va a ser ferviente y generalizado, además de los motivos que todos sabemos.
Puede que sea una de las veces en que anhelemos la llegada de San Silvestre, que deje el año y se vaya de una buena vez para que el silencio se haga un hueco entre nosotros y poder disfrutar del murmullo de la gente, de alguna sirena dislocada, del llanto disgustado de un niño por la vuelta al colegio. El mes de enero será largo. Se presenta un año muy largo y mientras pasa se olvidarán muchas cosas, entre ellas esta ruidosa Navidad porque la próxima lo será aún más. Ojalá me equivoque.