Las cosas de los famosos

Publicado: 31/03/2013
Los famosos tienen días buenos, regulares y malísimos.
Esta lluviosa semana pasada el jovencito Justin Bieber se ha dejado caer por nuestra piel de toro. Nos ha incluido en su gira mundial de la que nos quedará el recuerdo de su naturaleza “mutante” quién sabe por qué. Su paso por Madrid dejó un rastro de sencillez cuando se fue de compras, de cercanía por jugar al baloncesto con gente de barrio y de alegría por las ganas de diversión y bailoteo en una conocida discoteca. En Barcelona se ha mostrado hosco, inaccesible y antipático y sus guardaespaldas se han encargado de transmitir estos mensajes con visos de amenazas si no le dejaban en paz.

La pregunta general es a qué podría deberse la causa de tal cambio. Los más ocurrentes y espontáneos aluden desde la salida de un grano a una mala digestión pasando por anotar en las redes sociales todo lo que se les ha pasado por la cabeza con el sentido del humor tan especial que aparece en la adolescencia. La respuesta es mucho más sencilla. Dejando a un lado su particular “merchandising”, seguro que este jovencito estaba pasando un día raro, lo cual no lo disculpa en absoluto. Si la prensa lo acosa –difícil porque estaba a muchos metros de distancia-, si se siente agobiado por los flashes pues, chico, es la consecuencia de la fama. Debe aprender a vivir con ello porque al fin y al cabo es lo que le da de comer, a él y a todos los demás.

Los famosos tienen días buenos, regulares y malísimos. Por lo general son estos últimos los que más abundan a juzgar por las caras largas que se les ven cuando no actúan. Lógico, su trabajo es precisamente ese, actuar y cuando bajan del escenario, salen de un plató o dejan el micrófono desean ser anónimos y eso a veces se les escapa de las manos. El público los ve fabulosos, maquillados y repeinados, o sea, los ven trabajando y cree que siempre son así. Los niños son los que más sufren porque en su mundo todos son fascinantes y no entienden los arrebatos de estos seres tan peculiares. 

Permítanme que personalice y anote brevemente un ejemplo: hace años tuve como vecino al popular humorista sevillano Paco Gandía, que descansa en paz. Les puedo asegurar que jamás le vi un estiramiento de labios ni supe qué tono tenía su voz fuera de la tele porque nunca correspondió a un simple saludo. Su timidez, probablemente y por instinto, le obligaba a bajar la cabeza cuando se cruzaba con alguien en los rellanos, como si le estuviera haciendo una particular reverencia o rindiendo pleitesía, quizás como defensa para que no le pidieran un chiste.

Si en La Isla nos tropezamos con ejemplos así, no hablemos de las grandes capitales. Queremos entender ese anonimato, queremos creer que son gente corriente, pero no nos podemos desligar de la imagen que venden, del personaje que crean para nosotros. Se nos escapa que es su trabajo, que ese personaje es su trabajo y son ellos quienes olvidan que al público le deben lo que son, que no pueden ir espantando señoras, maltratando a la prensa, ignorando a los niños porque son ellos quienes los encumbran con sus aplausos y fotografías y son ellos quienes los condenan al olvido por su comportamiento.

La actitud de Bieber es más de lo mismo. Le han aconsejado ser más humilde y más cauto, pero el dinero enloquece por un lado y empobrece por otro. Recordemos a Macaulay Culkin y a tantos otros que no supieron parar. En el fondo son dignos de lástima. En el fondo son las cosas de los famosos, las que dan la nota humana o de excentricidad, según se mire. Las que nos hacen reír o suspirar.

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