La muerte de Sara Montiel nos devuelve su imagen de estrella, su paso por Hollywood, su estancia en Méjico y el par de huevos fritos que le preparó a Marlon Brando. También ha venido a remover los recuerdos de sus visitas al quirófano. Las tertulias, revistas y foros no han esperado –el respeto ni se nombra en estos casos, no existe- un período de duelo y se han dado prisa en ello, quizás para que crezca la incertidumbre por el reparto de la herencia.
Pero antes de que se desvele este misterio con tintes de culebrón, antes de que los enredadores oficiales comiencen a lanzar los rumores que como hebras liarán a sus fieles seguidores, antes nos pasarán, treinta veces cada una,
El último cuplé y
La violetera para terminarnos de empapar la sesera, con el mayor de los respetos.
Y es que parece que Sara Montiel sólo hizo esas dos películas entre las más de cincuenta que tenía en su haber, como
Pequeñeces, Cinco almohadas para una noche, Samba, Mariona Rebull o
Piel Canela. Fue única en su tiempo, como también lo fueron Lola Flores o Imperio Argentina y aprovechó el filón. Decían que era artificial, que el cuerpo y sus curvas eran obra de sus vestidos esculpidos, los cuales se sostenían por sí mismos, sin percha o maniquí en su interior.
Con certeza o sin ella, Sara Montiel fue leyenda viva en una época que ella doró y adoró para sí misma y para el cine. Inevitablemente fue cumpliendo años, fueron saliendo las arrugas impertinentes e irreversibles que el maquillaje disimulaba cada vez menos y llegó el bisturí porque el bótox fue mucho después.
Parece mentira cómo le dejó la cara, como deja la de cuantos abusan de estas inyecciones. Mientras están serios, resulta pasable, sin embargo sabemos que ríen o lloran por su voz, por la sílaba que, repetida, suena a carcajada o porque se transforma en hipido. Desgraciadamente no se trata de exageración.
Entendemos que son seres públicos, personajes que interpretan de la mañana a la noche, incluso cuando duermen, que viven, en suma, de la imagen. La pregunta es si merece la pena prescindir del espejo del alma, quedarse con el rostro almidonado, detenido. Vaya, pensarán, es lo que les da de comer. Claro, tan claro como que el ser humano no puede ser eternamente joven porque no es natural.
En la actualidad hay entablada una batalla silenciosa con viso afanoso, casi generalizado por combatir los años desde un gabinete donde se aprecia y se huele la asepsia mezclada con crema hidratante. La lisura del rostro es como una cruzada con triunfo anunciado que ha pasado de la pantalla a la cotidianeidad y cada vez se comienza a tratarlo desde la más temprana edad. Sara Montiel, según los reportajes, visitó el quirófano para este menester pasados los cincuenta. Hoy, quizás, se frecuente más tarde o no se llegue a entrar en él pero las sesiones, los retoques comienzan antes de cumplir los treinta.
El rostro no se queja sino que parece detenerse poco a poco, la expresión se atiranta hasta perderla casi del todo y ahí es donde está el problema porque con esta burla científica al destino apenas si quedan, en este caso, actores mayores. Sean Connery o Claudia Cardinale, entre pocos, son la excepción, la estampa del paso de los años vividos con la serenidad de la experiencia. Cuando nos dejen nos rodearán la lozanía y el acartonamiento.
El cine se quedará sin ancianos reales como lo fueron Katherine Hepburn o Henry Fonda y el público concluirá en que se trata de un papel a extinguir. Ancianidad no es sinónimo de paro ni de muerte, sino de vida y las arrugas la subliman.