Misa de Difuntos

Publicado: 14/09/2013
Hay etapas, ciclos que se abren y cierran con la ceremonia religiosa que titula la hablilla de hoy.
Hay etapas, ciclos que se abren y cierran con la ceremonia religiosa que titula la hablilla de hoy, así como meses que pasan sin que haya más que la del cumplimiento dominical. En éstas, el público es más o menos igual debido a la hora elegida, por lo que las caras habituales se distinguen por la indumentaria.

En las primeras la forma cambia aunque el fondo sea el mismo, esto es, el motivo de la reunión no sólo se limita a familiares y amigos sino que se amplia al compromiso por el compañerismo laboral, razón de vecindad, etc, es decir, una reunión circunstancial y responsable, una razón para mostrar cercanía, apoyo, complicidad y cariño al entorno relacional del finado. El recuerdo al mismo queda para los familiares directos y los amigos íntimos que reciben emocionados las palabras del sacerdote.

Dejando al margen la religión, su vivencia íntima y personal, y la fe del feligrés, parroquiano o vecino que ocupa su lugar en el banco, consideremos, por curiosidad, la actitud de los asistentes a la misa de difuntos. Hemos de partir del principio del respeto que, como bien define el diccionario, se trata de la “actitud de la persona que guarda las consideraciones debidas a las otras o a las cosas”.

Cuando participamos, el respeto lo presentamos al principio, cuando saludamos a los familiares directos que aún andan deambulando por ese vacío con el que tendrán que aprender a vivir, con la ausencia y la distancia que día a día han conformado más o menos un mes desde que su padre, madre, abuelo o abuela, teniendo en cuenta la ley de la vida, han dejado su ultimo suspiro colgado en el aire. Una distancia que se queda en el pasado, pero que avanza por el futuro con el paso frágil y  lacerante, sutil y claro del recuerdo.

Desde nuestro lugar los miramos con ternura, con la intención de dedicarles ese rato de silencio y oración compartidos como muestra de nuestro cariño. Pero claro, una vez pasada la breve homilía, una vez pasados los diez primeros minutos comienzan a advertirse ciertos signos que evidencian el nerviosismo no por el hecho de estar quietos sino por estar callados, carraspeo, tos, arrastre de pies, movimiento de brazos, tintineo de pulseras.

La primera dispensa concedida es el acto de darnos y compartir fraternalmente la paz. En el colegio nos limitaban a estrechar la mano de la compañera de banco y ni por asomo a las de delante o las de atrás. En estas misas, la acción y efecto de dar la paz es comparable a un revuelo suave que se adorna con los sonoros chasquidos de los besos que se alargan varias filas, incluso salvan la distancia del pasillo central, como si los interesados no se vieran desde hace años. Puede que así sea en ciertos casos, muy pocos.

La segunda dispensa es la espera mientras otros reciben la comunión. Surge un susurro que se encrespa débilmente hasta ser casi un murmullo. Y observamos que el nerviosismo se canaliza en esa conversación asistida por los brazos, con piernas cruzadas y giros de la cabeza que cesan bruscamente con la voz firme del sacerdote al suplicar “oremos” solicitando silencio, recordando el respeto, el del principio, por el difunto, por sus familiares y por el lugar, de reunión y de oración, donde podemos disfrutar del aislamiento sin abandonar el mundo, de la paz sin dejar de oír el trasiego de la vida.

Esto y mucho más podemos encontrar entre las paredes de una iglesia, un lugar para el público, como otros, edificado para respetarlo, como los otros. Nuestro comportamiento en ellos es una cuestión sencilla pero a menudo olvidada: la educación.

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