Cuando leemos y oímos el título de la hablilla de hoy lo relacionamos con esas carreras olímpicas que recuerdan la hazaña de Filípides al final de la primera Guerra Médica. La voz, con el tiempo, ha llegado a formar parte del vocabulario y su referencia es tan evocadora como reveladora pues alude a esos trabajos largos e intensos, sin apenas descanso. Los medios audiovisuales la adoptaron para aquellos programas monotemáticos destinados a recaudar dinero con fines benéficos.
Si bien esta idea surgió en Chile muy pronto se propagó por Norteamérica siendo Jerry Lewis uno de sus introductores y su presentador durante varias temporadas. Un domingo al año la programación se sustituía por un gran show con llamadas telefónicas, mensajes con generosas donaciones destinadas a la investigación, a la infancia en general y a sus enfermedades en particular.
Pronto la idea llegó a Francia y de allí al resto del mundo en apenas unos meses. Su programación circunstancial, su carácter extraordinario no ha limitado el término a su carácter humanitario sino que también es un recurso para captar el interés del espectador. Lo apreciamos durante las olimpiadas, los mundiales o durante los fines de semana, donde los partidos de fútbol se encadenan. Los canales peliculeros programan dedicaciones a los premios Óscar, a un director fallecido. Los dedicados a series televisivas no habían programado hasta ahora una completa, como ha sucedido con
El tiempo entre costuras.
Cierto que han sido once los capítulos y tal vez por eso se ha podido llevar a cabo pero lo cierto es que ha gozado del agrado del público y, en consecuencia, de un éxito arrollador. Sabemos que en un principio el espectador, que antes fue lector de la novela de María Dueñas, se sentó con cierto reparo ante el televisor, pues no deseaba decepcionarse. Es difícil decidirse a ello cuando la novela ha ido dejando escenas, imágenes con las que uno ha creado su propia historia, cuando la ha hecho suya, cuando ha puesto cara a los personajes y color al ambiente que los rodea.
Pasado el momento, vencido éste, la curiosidad se adueñó de aquellos ojos pegados al televisor, expectantes por ver aparecer a Sira. Tras unos minutos apareció el entusiasmo tras la sorpresa al comprobar la ambientación, la puesta en escena, el carácter de los personajes, el vestuario. Sira es una costurera que por amor deja la península para hacer su vida en Tánger. El desengaño la lleva Tetuán y allí se reinventa para salir adelante con el cariño casi maternal de Candelaria, la dueña de la pensión que la acoge; con el disimulado acoso del comisario Vázquez, quien desde su frialdad la admira profundamente; con Félix, su vecino, que le ofrece su corazón y su cultura y con Rosalinda Fox, que le da su amistad y su confianza a las que que Sira corresponde con lealtad incondicional, no sin antes contar con el consejo, aprobación y la fuerza existencial de su madre.
El conocimiento del argumento no ha mermado el interés porque tras entrar en el capítulo nocturno hemos ido buscando semejanzas, las de la historia con las nuestras, hechas a partir de las descripciones. Por eso nos ha maravillado el color, el trabajo del teñido, la mezcla del pigmento en el agua caliente de la bañera, el arrugado y secado de la tela, sobre el fuego.
La televisión ha realizado muy buenas series pero ha dado mejores actores, excelentes trabajadores de la interpretación y el maratón es una distinción, una buena manera de reconocerlos, una atención al espectador que desde el sillón y con un solo dedo agradece emocionado poder conservar la serie sin el consiguiente desembolso.