Los anuncios televisivos podrían ser considerados micro cortometrajes si no fuera porque están destinados a publicitar, a recomendar el producto para su pronta adquisición. Circula por Internet una presentación en la que un aparato de radio antiguo nos devuelve a Matilde, Perico y Periquín, la canción del Cola-Cao, la voz de Carmen Sevilla y los electrodomésticos y tantos que aún tarareamos, que no se nos olvidan porque forman parte de nuestra vida, porque muchos de nosotros crecimos con ellos. Dejando a un lado las preferencias por el producto, el anuncio publicitario, hoy, es el resultado de un concienzudo y elaborado estudio de mercado, así como un despliegue de medios que requiere un alto coste. Los coches, los perfumes y las firmas de ropa quizás sean los más llamativos, pero son otros los que captan poderosamente la atención de los más curiosos y de los adictos al movimiento de los pulgares, dicho esto con el mayor de los respetos. Ciertamente, resulta increíble la rapidez de los mismos sobre el pequeñísimo teclado digital. Cómo es posible –nos preguntamos- que no salga la letra equivocada si la punta del dedo rebasa la superficie generosamente. Misterio. El caso es que existen verdaderas maravillas. Si hace un decenio nos dicen que íbamos a llevar la vida en la mano, literalmente, ni por asomo lo habríamos creído, pero así es. Los anuncios –lo hemos vivido, además- nos han ido enseñando la evolución del teléfono, de la pared a la mesa y de la mesa al bolsillo hasta convertirlo en el continente de nuestra vida. Primero fue la agenda de contactos, luego las alarmas para despertarse o para recordar un medicamento. Más tarde agregamos notas, citas y entre ellas los mensajes de texto. Las posibilidad de hacer fotos y enviarlas resultó renovador y no digamos el correo electrónico, la posibilidad de leerlo y contestarlo sin el ordenador. Si esto nos parecía lo último un anuncio nos deja sin habla –es un decir- al mostrarnos que aún hay más, que con el teléfono móvil podemos pagar el autobús, la compra e incluso abrir la puerta de nuestra casa. Y lo hace una chica sin ropa, con el cuerpo pintado, metáfora con muchas lecturas, a saber, ausencia de peso, prevención de lesiones, ligereza en el vestir o nuestro título de hoy, la vida en la palma de la mano, sin bolsillos, fundas ni útil para guardarla, una vida dependiente de un aparato, una vida en la que no se contemplan los problemas ni el simple imprevisto de una avería o pérdida. Cuando se dan estas circunstancias se leen artículos, columnas y pies de fotos realmente descabellados referentes a los usuarios, como si fueran perjudicados, pues muchos han procedido a darse bofetadas, a arañarse la cara o a embestir contra la pared por tamaño drama. Barbaridades que demuestran hasta qué punto puede confundir su dependencia. La solución sería muy sencilla pero en estos tiempos es difícil ponerla en práctica. Los adelantos, qué duda cabe, están pensados para dar facilidades, para ahorrar, para aligerar el trabajo y con el móvil el usuario puede maniobrar desde cualquier sitio. Todo se arreglaría si el trabajo se quedara donde se tiene que quedar, que no lo lleváramos pegado a nosotros como una segunda piel. Sin embargo actualmente nos encontramos en una situación tan crítica que los sueldos siguen encogiendo y no podemos perder un segundo, porque ese segundo puede significar un pedido, una renovación de contrato o un nuevo cliente. Elegir, priorizar o prescindir ahora resulta prácticamente imposible. Para remontar sólo nos quedan diez años –dicen- y para entonces a saber qué llevaremos en la palma de la mano.