Comentaba una señora hace unas semanas que se encontraba mal desde que había oído que los niños finlandeses no van a aprender a escribir a mano, que directamente se les va a poner sobre un teclado. La noticia salió a principios del mes de diciembre pasado, concretamente en un informativo de sobremesa y a muchos se nos quedó el postre a medio camino.
La perplejidad inicial dio paso a la sonrisa jocosa y descreída, porque eso cómo va a ser, nos preguntamos. Y mientras ladeábamos la cabeza echándola hacia atrás diciendo “venga ya” -coletilla ocurrente y encantadora, como casi todo lo andaluz- no se nos despegaba la imagen de esos bebés en una guardería presionando las teclas de vivos colores con sus deditos finos, chicos y blandos. Por lo visto se trata de una realidad que se pondrá en práctica allí el próximo curso. Si se extiende, si llegara aquí…
Imaginemos que el lápiz, la goma y el cuaderno desaparecen de los parvularios, que en su lugar los niños se conectan a la pantalla desde que se despiertan. Es lo que hacen, dirá alguno. No le falta razón, pero ya tienen unos años cumplidos y, aunque niños, son capaces de razonar cuando les conviene. Si no aprenden a escribir de manera tradicional, cómo desarrollarán y dominarán el pulso, cómo van a anotar apresuradamente un recordatorio. En el teléfono, responderá alguien. Bien, pero no siempre estará operativo.
Si esta innovación educativa se extiende, el niño pequeño se perderá muchas cosas. Nuestra generación, los que dejamos atrás los cincuenta, no conocimos la pizarra y el pizarrín pero disfrutamos del rasgueo suave del lápiz sobre la hoja blanca surcada por las paralelas que nos ayudaron a limitar y fijar el tamaño de las letras y los números sin salirnos del espacio. Luego vinieron las libretas de Rubio, los dictados, corregir las faltas de ortografía, repetirlas diez veces y cinco las de acentuación. Y qué sensación la de coger la tiza para escribir en la pizarra, borrarla luego y sacudirse las manos.
Al preguntar a un niño si se acuerda de cuando no sabía leer siempre responde negativamente, porque el libro, el lápiz, la goma y el cuaderno forman parte de su vida. Si con menos de un año los ponen a teclear, las palabras que aprendan las representarán mediante percusión, no serán signos trazados nerviosamente por la destreza que empieza a desarrollarse. Sólo aprenderán a escribir a mano las letras por separado, es decir, no gozarán del tiempo, del esfuerzo, la paciencia y el entusiasmo –como apunta el Profesor Hernández Guerrero- que proporciona la práctica de la caligrafía tradicional, borrar una letra o una palabra mal escrita, apreciar la huella del trazo y saber muchos años después que fue nuestro particular palimsesto.
En definitiva, el niño se perderá ver cómo los dedos abrazan un lápiz, la magia de colorear, el arrugamiento del un papel, el olor –y el sabor- de la goma de borrar, las migas por la mesa. A cambio adquirirán rapidez en la escritura táctil, la que se realiza sin mirar, logrando las ciento veinte palabras por minuto, incluso más. Pero este logro, la localización de la tecla con rapidez no demuestra el conocimiento de la mecanografía, arte que necesita tiempo, esfuerzo, paciencia y entusiasmo. Como el de escribir a mano.