El mariscador

Publicado: 15/04/2015
Desde una plaza recoleta, desde el pedestal que lo inmortaliza vigila las piezas que recorrió y que tanto le dieron.
Aprovechando la tregua que el levante nos regaló para que nos creyéramos que no iba a ser dominguero, la mañana del jueves se despertó con el agua del caño en retirada, ofreciendo una visión sorprendente más que nada por la falta de costumbre. El cambio de estación viene con los “aguajes”.

Así llamaban nuestros ancianos y queridos antecesores a las mareas con el máximo coeficiente, lo cual propiciaba la labor del marisqueo. La fase menguante de la luna, el mes, el aumento de la temperatura, la claridad que parece acelerarse con el adelanto del horario y la necesidad consecuente por esta situación crítica que no parece acabar,  impulsan a echarle la mano a este oficio, que mal pagado y con peligro inminente ha alimentado y alimenta a tantas familias.

Hace años, bastantes años, con el producto de la captura a salvo en la espuerta, captura cubierta o bien con un trapo húmedo o bien con serrín, el mariscador se dirigía al “44”, a la callejuela existente entre las dos plazas –la de abastos y la del pescado-, al mercado de la Paz –el de San Antonio aún no existía- o a la esquina de “Borrego” en La Ardila donde exponía el fruto de sus horas de trabajo, de sus fríos padecidos para venderlos pasando por el obligado y fastidioso regateo. La Isla guardaba manjares en sus entrañas de agua y tierra que el mariscador con sus pies hollaba y con sus manos amontonaba, un matrón de  estero, de la marisma, que sacaba lo mejor de ella, la esencia que satisfacía el paladar más exquisito, el capricho del forastero y el recuerdo del viajante. Ninguno de ellos imaginaba la dureza de la tarea porque el mariscador era quien sentía los dolores de aquel parto singular y diario, secuencias que marcaban los golpes de tos, el escozor de los sabañones y el sangrado de los cortes en los pies. Lloviera o venteara allí se dirigía al amanecer porque en las compuertas podía encontrar camarones y en la orilla del caño se daban mejor las coquinas.

La mañana del pasado jueves, poco después del mediodía, la marea se encontraba en el nivel máximo de la bajamar. El viento se había tranquilizado al sorber el rociado que recibió del chaparrón breve y fresco que lo acarició. Sobre el caño se movía la figura de un mariscador. Con agilidad sacaba y hundía sus piernas hasta las rodillas para desplazarse por la superficie que quería atraparlo y castigarlo por remover sus entrañas. A cada paso curvaba el torso metiendo y sacando las manos como si nadara, como si se hubiera sumergido en aquella profundidad densa de olor inconfundible.

La claridad tamizada por las nubes lograba un efecto de foto antigua, de retrato en sepia, esos que disparan la imaginación de quien los contempla, que los capacitan para novelar una vida que discurre hacia un ilusionante futuro a corto plazo. Cuánto encierra, cuánto por descubrir en este personaje atado al tiempo sin pronóstico, al agua sin lametones, a ver sin mirar.

Desde una plaza recoleta, desde el pedestal que lo inmortaliza vigila las piezas que recorrió y que tanto le dieron. Parece que allí nada ha cambiado, que todo permanece como entonces, cumpliendo el ciclo silencioso y evolutivo de la vida.

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