Estas líneas se escribieron mientras la radio hablaba de la muerte de Jesús Hermida, un referente en el mundo del periodismo, de la noticia, del debate, en suma, de la información. A todos sorprendió cómo nos acercaba a los Estados Unidos con la palabra. Su imagen en blanco y negro, como la sociedad de entonces, se encargó de enseñarnos el otro lado del mundo, ese otro nuevo mundo tan desconocido como fascinante.
Su peculiar estilo creó escuela y fue imitado pero no consiguieron ser como él. Supuso una corriente de aire fresco para la información con el respeto por el espectador siempre presente. No se jubiló del todo, la entrevista al rey Juan Carlos I superó la cuota de pantalla más alta hasta entonces y en la radio nos dejó una serie de programas que bajo el título Sinceramente suyo trataba tema concretos, entre ellos varios dedicados a sus adorados Beatles y las miles de curiosidades que surgieron en torno a ellos.
Tras el informativo, la medianoche se iluminaba con sus palabras, se llenaba de imágenes para comenzar la semana con ganas. Durante ese tiempo fue el programa del domingo que se oía el lunes, programa donde la literatura y la música se situaban en conjunción, como los planetas. La voz de Jesús Hermida obraba ese milagro de sesenta minutos, una hora irrepetible y sin embargo repetible ahora por obra y gracia de la redifusión, los podcast colgados en la Web dispuestos a descargarse con un clic de ratón. Todos sus compañeros y amigos le despidieron con el cariño del maestro, del jefe que llegó a ser amigo, del periodista que vivió por encima de las críticas, del profesional que se preocupó por hacer bien su trabajo y sobre todo a gusto del espectador. Las fotos captaron rostros tristes y cuerpos vestidos de oscuro.
Jesús Hermida, ya lo dijeron, nos enseñó la luna. De él aprendimos que la noticia es la actualidad contada a prudente distancia para crear opinión en el oyente. Murió casi al mismo tiempo que las víctimas del terremoto que se comió una montaña en Nepal. Seguro que si él hubiera tenido que dar la noticia lo habría hecho con seriedad y sin dramatismo, con rigor y concisión, con precisión y cercanía a fin de turbar o herir lo justo y necesario. Sin embargo habría abundado en la entereza y la valentía de los médicos rescatados de su aislamiento en el Annapurna, que no dudaron en quedarse para ayudar.
Uno de ellos lo dijo con naturalidad el mismo día en que a Nadal le concedieron la medalla de oro al mérito del trabajo. Mientras se glosaba la figura del tenista, estos médicos cosían heridas y limpiaban sangre. Trabajo distinto al deportivo pero igualmente merecedor de dicho honor. Sin embargo la humildad y la entrega les honra y esto sí lo habría subrayado Jesús Hermida, con el esbozo de una sonrisa apenas perceptible. Durante la pausa posterior, contundentemente breve, el espectador opinaría, concluiría y pensaría en la posibilidad de compartir la medalla, sin quitar la vista del televisor, escuchando su particular despedida.
Jesús Hermida acabó su vida en la intimidad, junto a su familia. En su último adiós se leyeron fragmentos de Platero y yo, su obra de cabecera. Él emprendió también su viaje definitivo. Como en el poema, se han quedado sus pájaros cantando.