La vergüenza ajena es aquella que nos saca los colores con el brumo del sudor y el ahogo, el nudo en la garganta del llanto contenido por lo que hacen otros, el sentimiento que provoca arrugamiento y a la vez repulsa por alguna acción humillante llevada a cabo por uno o varios seres inconvenientes, aunque ruines sería el término adecuado, porque ruines son quienes obran con maldad y cobardía.
Estas definiciones que a modo de repaso componen la introducción de esta columna quieren aportar un enfoque algo distinto a lo de siempre, a lo resulta repetitivo porque los hechos permanecen.
Cuántas veces hemos comentado los destrozos diarios que padece La Isla. Este periódico contará con cientos de fotografías propias y cedidas con el mismo tema, tema que nos hace sangrar porque de nada sirve manifestarse ni manifestarlo. Basta dedicar un rato a las galerías virtuales -si no tenemos tiempo ni ganas de caminar- para que la vergüenza y el malestar se presenten de sopetón por la contemplación, por ejemplo, de la imagen en la que aparece una parte del sendero que lleva a la Punta del Boquerón.
Estos renglones llegan un poco tarde, sin embargo el tema y el mensaje se están volviendo atemporales y no por la repetición. Continuemos, no nos desviemos del sendero de la playa. Admitamos que el servicio de limpieza no sea diario, admitamos la dificultad que conlleva el recorrido, admitamos la culpabilidad correspondiente al organismo dependiente, admitamos la culpabilidad del ciudadano, la obligación de cuidar lo que tiene y lo que se le facilita, que empieza por algo tan sencillo como recoger lo que ensucia. No cuesta hacerlo y si la papelera más próxima del espacio que se disfruta, bien sea la playa, la calle o una alameda, está llena, la bolsa de desperdicios se anuda y se tira en un contenedor, que los hay, o en casa.
Es deber del ciudadano cuidar lo que la ciudad le ofrece para disfrutar de ella. Pero no, al parecer no siente vergüenza cuando en Semana Santa, por ejemplo, el pavimento se oculta por las cáscaras de pipas, bolsitas, papeles y botellas de plástico. No siente vergüenza cuando en una fachada recién pintada aparece y amanece recorrida por garabatos. No siente vergüenza por el olor que flota por la calle durante la mañana y por los sonidos que emite el humano cuando utiliza al aire como sonadero y escupidor. No siente vergüenza porque utiliza la ciudad como herramienta para quejarse, para culparla y ensuciarla con su actitud.
Por mucho que esta Isla nuestra se adecentara nunca saldrá del agujero donde estos ciudadanos sin sonrojo la están enterrando. Estos azadazos la están hundiendo irremisiblemente y si el tiempo que dedican al vilipendio lo emplearan constructivamente todo cambiaría. Pero esto supone un esfuerzo sobrehumano porque hay que hacerlo con el corazón y la mente limpios y por aquí, a diario, aumenta el índice de gente inconveniente, con un alto índice de toxicidad, como se dice ahora, gente que hace sentir vergüenza a quienes no desesperan por verla resurgir, quienes trabajan compartiendo conocimientos, datos, fotografías, recuerdos, en suma, respeto por la ciudad donde viven, cariño por este lugar pequeño lleno de historia. La hablilla termina como siempre, con el respeto y la delicadeza que La Isla se merece. Con cuánta elegancia soporta la ruindad que la ronda.