Ciclogénesis

Publicado: 20/09/2015
Hoy es mucho más fácil acceder a este tipo de información y el ordenador fomenta y alimenta la afición por el pronóstico del tiempo.
El calor va perdiendo fuerza tras hacer madurar a los frutos y broncear los cuerpos. Es como si se acurrucara en el hueco de la tarde, en esa paz de agua quieta y azul que llena el caño. Sol débil que dora el verdín, las hojas secas y alguna que otra flor que no fue cortada a tiempo, mustia, rugosa y casi transparente. Los gorriones asaltan las terrazas para luego alzar el vuelo al infinito, en un intento vano de picotear las nubes algodonosas y grises que embozan al sol, que reventarán asustadas con el primer trueno. Es lo que sucede en otoño, llamado con antelación por los uniformes, los gemidos y las gomas de borrar. Siempre es bienvenido, pero cuando empieza a humedecer la noche y a enjuagar los días la meteorología se revoluciona.

Hoy es mucho más fácil acceder a este tipo de información y el ordenador fomenta y alimenta la afición por el pronóstico del tiempo. Prácticamente sabemos lo que nos espera con bastante antelación y a casi nadie sorprende una tronada durante la madrugada o una ventolera a medio día. Nada ha cambiado excepto la denominación, que ya tendría entre eruditos en el tema, aunque es ahora cuando resulta familiar. Ciertamente los cambios de estación siempre son sorprendentes. Parece que el verano y el invierno se alargan de tal forma que acortan la primavera y el otoño, cuya presencia anuncia la ciclogénesis. Hace pocos años que la oímos nombrar ya sin asombro pero con el respeto que envuelve lo temible. La ruta y sus desastres la describen los huracanes con nombres de mujer.

En nuestra península los conocemos de forma particular. Cuando la televisión informó por primera vez sobre la gota fría, más de uno pensó en lo más parecido a cubitos de hielo a medio hacer cayendo del cielo. Desvelado el misterio, explicado el fenómeno con claridad y coherencia entendimos que era muy parecido a los chaparrones sin llovizna previa. Si esta gota fría, además, venía acompañada de aparato eléctrico, entonces el oyente y paciente espectador se quedaba extrañado durante los segundos previos a la información, segundos que volvía a llenar su imaginación haciendo de las suyas para concluir en la tradición, es decir, en el cordonazo de San Francisco de toda la vida, la tarjeta de visita del otoño, el derecho de portazgo del invierno que llega.

El sol, cegador al amanecer, no pierde las ganas de brillar, aunque el calor que desparrama lo espante el viento del norte. Pronto veremos las castañas, la humareda en la esquina de la Plaza del Rey y, de nuevo, este años nos prometeremos comprar un cartucho, guardarlo en el bolsillo del abrigo o en el bolso para –qué ilusión- conservar su olor mientras el frío viva entre nosotros. Para entonces, la ciclogénesis habrá pasado. En su lugar tendremos bajas temperaturas, espesores de nieve, temporales de viento, marejadas y litros por metros cuadrados.

Mientras tanto aparecen los higos de tuna, con un pregón tan bajo que sólo se oye cuando pasamos frente ellos. Verdes por fuera y dulces por dentro, esperan dentro de una bolsa transparente, sobre una mesa de playa -qué paradoja-, mientras el calor, que los hizo madurar, se debilita, se acurruca en el hueco de la tarde.

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