Resulta curiosa y desconcertante la forma en que desaparecen las representaciones, los símbolos que han dado distinción y personalidad propia a una entidad, a un edificio. Estas líneas se escriben una semana después del suceso. Dicho así adquiere un punto terrorífico. No es para tanto, pero para quienes pasamos la cincuentena es una pérdida que tuvo lugar el pasado día dos, el de los fieles difuntos. Fue la otra cara de la jornada, la que entristeció a algunas de las seis mil caras que ocuparon este mismo espacio la semana pasada, la que entristecerá la de cuantos entren en la oficina de correos, porque ya no los recibe la sonrisa abierta y la mirada quieta de su emblemático león.
Durante años dio miedo a los niños, miedo que no se perdió del todo, que se convirtió en respeto disfrazado de manía al llegar a la madurez. Aquella boca abierta engulló deseos, proyectos, fracasos, noticias, declaraciones de amor, rupturas, reflexiones, propósitos, conclusiones. Se alimentó, en suma, de los sentimientos escritos a mano en cuartillas de papel de tela, que absorbieron la tinta de la estilográfica y alguna que otra lágrima que al caer esparció el tirabuzón de una “g” o el punto de una “i”, dejando la caligrafía emborronada con la huella y la prueba de la emoción, cuartillas que luego crecieron, se alisaron y adelgazaron para ser DIN A4 impresos con la prisa y la destreza de los dedos sobre las teclas.
Desde el sobre que los cubría otra mirada se le cruzaba, un motivo que desde el ángulo superior derecho le aportaba color durante un segundo escaso, una flor, por ejemplo, que le regalaba su esencia de imprenta encerrada en la orla dentada de un sello. La mano soltaba la misiva que resbalaba coquilleando hacia las entrañas de un recipiente donde otra, maquinalmente, la recogía para estamparle la fecha y la oficina entre renglones de tinta negra. Un golpe seco y matador que encarcelaba esta ilustración, que acotaba la libertad de esta ventana sobre el papel, aunque el león no participaba de esto.
Él se limitaba a recibir las cartas y a recibirnos en este emblemático edificio de La Isla que aún conserva el olor del freidor más cercano, tanto en la distancia como en el recuerdo. Y nos recibía en el zaguán, a la izquierda, rodeado del niquelado de los buzones que contrastaba con su particular dorado mate por la ausencia del “netol”. Su mirada celaba los pasos firmes y nerviosos que se apaciguaban al llegar, que suspiraban resignados por la espera que deberían soportar en determinadas horas, en determinadas fechas. Como un cerbero que diera la vez, nos perdía de vista al entrar en aquella oficina inmensa con el mostrador al fondo, una senda hacia un horizonte donde se amontonaban direcciones y ciudades desconocidas, donde se plegaba y escondía la romántica y extraviada literatura epistolar.
Su ausencia la señala el relleno y el resanado en la pared por la que se asomó tantos años, sintiendo en los últimos cómo disminuyeron los envíos por culpa de la electrónica. Si pudiera recordaría, imaginaría esa senda que recorriera el remitente, con la carta en la mano como flor cortada. Correos perdió su león. A La Isla ya le faltan dos.