Es lo que dijo el león cobarde cuando despertó sobre el campo de amapolas junto al espantapájaros, el hombre de hojalata y Dorita, una escena colorida y colorista que sucede en su camino hacia Oz, el único lugar que permitiría a la ingenua e imaginativa niña la vuelta a casa. Y todo porque empezó a nevar cuando el buen tiempo reinaba, de pronto, sin que nadie lo esperara. Más o menos lo que está sucediendo. Esta locura que parece inalterable ocupa noticiarios y mentes añosas afanadas en buscar una comparación sin resultado, a menos que se recurra a la película, donde esto ocurre en un sueño de cine.
El nuestro no lo es porque estamos viviendo una situación límite, según muchos, y extraña para el común de los mortales. Las varitas de la siempreviva, por ejemplo, se están marchitando justo cuando tenían que empezar a florecer. En las hojas anchas y planas del nopal asoman las yemas, los pompones que se abrirán, se secarán y caerán para dejar paso a las nuevas y el asiento de suegra tiene el centro tan ancho y mullido que parece una butaca, períodos que se han adelantado casi dos meses.
Todo anda revuelto, como las conclusiones de los mayores, que este año no se han calado aún la gorra de paño ni enrollado la bufanda. Por eso repiten que este año ni las avispas van a acertar con el avispero. Están asustados porque esto es malo para los cuerpos, concluyen. Y no les falta razón, ya que no se atina con el atuendo, no se tolera bien el calzado más recio y tampoco apetece mucho la comida caliente. Sin embargo, esto se torna a favor de las fiestas venideras, con la esperanza puesta en este buen tiempo.
El carnaval, hasta el año pasado, fue tan loco como los chaparrones que acharolaban las calles, tan atolondrado como las ráfagas del levante al doblar una esquina, tan fugaz como un disfraz, tan pertinaz como un estribillo de cuplé. Y tenía su encanto. El caso es que no se echará de menos porque gozamos de un otoño fresco y tan voraz que se comió al invierno, un otoño que acariciarán los plumeros, colorearán los papelillos y volará el sonido vibrante y cascado del pito de caña. Extraño, emocionante, deseo vehemente de quien lo vive y lo disfruta cuando recorre y se pierde por la calle convertida en escenario. Este tiempo loco lo favorece.
Quién sabe si el calor del mediodía anda derritiendo la sesera quienes, por ejemplo, aspiran a dirigentes. Quién sabe si este calor suave pero agobiante es el que provoca trifulcas insufribles y conversaciones besugueras. Mientras tanto, el bombo marca, la caja redobla, las voces afinan, los dobladillos se repulgan y los duros antiguos vuelven del pasado. Los desenterrará una lengua pastosa, una cara enrojecida por el rubor de algunos vasos de fino que hará de ellos la versión más cómica jamás interpretada.
Los aplausos se confundirán con las carcajadas y por unos días, por unas horas la actualidad será la crónica particular que escriba la propia calle, la gente que la recorra, la bulla que se forme, el baile que se improvise y el corro que se agrupe jaleando a un cuerpo danzante. Porque el carnaval es así, impetuoso, espontáneo, expresivo, impresionante y loco, como el tiempo que este año lo acompaña. La pregunta es si echará de menos el poniente y sus puñales de frescor.