Cuando estas líneas estén impresas faltará poco y se contarán los días para que Pedro Almodóvar nos vuelva a sorprender. Julieta, su penúltimo trabajo se estrena el próximo viernes y el público espera con ilusión el apagón en la sala del cine. Enma Suárez, Adriana Ugarte y Michelle Jenner son los nuevos rostros que romperán el
Silencio, título inicial de la cinta que fue cambiado por este significativo y evocador nombre de mujer. Volveremos, por tanto, a ser parte del argumento, a implicarnos en la trama, a someternos a sus giros, a sorprendernos con el final, a admirar, en suma, su trabajo mientras comentamos los personajes.
Como en su tiempo hiciera Edgar Neville, director español que aprendió el oficio en Hollywood, Almodóvar logra que los actores secundarios brillen con una luz tan propia que los hace inolvidables. Sin ellos no se distinguirían los protagonistas ni habría película. Por esta razón no se concibe una cinta del director manchego sin Chus Lampreave, que ha contado con ella regularmente, para casi todos sus títulos. Estudiaba Bellas Artes cuando Jaime de Armiñán se fijó en ella rozando los años sesenta. Desde entonces más de cincuenta películas avalan su talento, requerido por los mejores directores y valorado por un público incondicional.
Actualmente se asoma a nuestra pequeña pantalla por intervenir en uno de los anuncios más caros. Su voz peculiar y perfecta dicción, su cercanía y espontaneidad han hecho de esta actriz sin vocación en sus principios, una de las grandes secundarias más apreciadas de la cinematografía española. Nombrarla es volver a los pases nocturnos en blanco y negro, a aquellas series de corta duración, entre treinta minutos y una hora. Con
Tres eran tres, Eva y Adán o las apariciones esporádicas en el espacio culinario
Con las manos en la masa recuperamos su naturalidad y su frescura desde la seriedad que empieza a no serlo al estirarse débilmente los labios con su sola aparición.
Casi seis son los decenios que han pasado desde que Marco Ferreri la incluyó en el reparto de
El pisito y que Berlanga contara con ella para
El verdugo. Tal vez por esto no tuvo necesidad de salir a buscar otros horizontes. Si lo hubiera hecho Woody Allen la habría acaparado y Alfred Hitchcock le habría robado la historia del ascensor, aquella que improvisó mientras bajaba logrando asustar a los acompañantes. Pero el tiempo pasa y la ley de la vida suscita la duda, la pregunta que surge revoloteando alrededor de la ausencia, la que se insinúa a sus ochenta y seis años, la que se impone y se asume a regañadientes llenándola de tranquilidad, la que se trastorna con ilusionadas e ilusionantes colaboraciones disfrazadas de compromisos.
Vive Chus la etapa en la que se cuentan los recuerdos, aquellos que tienen el tono broncíneo de la nostalgia. Para nosotros su imagen permanece inalterable, una cara que casi nunca apareció riendo pero hizo sonreír con aquella expresión tan personal, sin llegar al enojo, entre distraída y desconfiada, la de una actriz única e irrepetible. No todas pueden convertir un anuncio en un corto. Una artista como ella no tiene sustitución. El cine español lo tiene difícil. Almodóvar, también.