La nieve

Publicado: 20/01/2021
Autor

Luis Eduardo Siles

Luis Eduardo Siles es periodista y escritor. Exdirector de informativos de Cadena Ser en Huelva y Odiel Información. Autor de 4 libros.

La escritura perpetua

Es un homenaje a la pasión por escribir. A través de temas culturales, cada artículo trata de formular una lectura de la vida y la política

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Lo extraordinario de la nieve es el silencio de algodón con el que cae, los copos suben y bajan, aparecen y desaparecen, mientras la ciudad se hace blanca
Lo extraordinario de la nieve es el silencio de algodón con el que cae, los copos suben y bajan, aparecen y desaparecen, mientras la ciudad se hace blanca, cambia su fisonomía, parece convertirse en otro sitio, con el verde de los jardines desaparecido y las calzadas como aceras. La lluvia trae ruido de truenos y golpeteo en el suelo, avisa de su virulencia, de su potencial peligro. La nieve, no. Hay una fascinación infantil en la contemplación de cualquier nevada que impide mirar más allá, a las consecuencias del día después, cuando, como escribió George Simenon en aquella novela memorable, ‘la nieve estaba sucia’. La nieve tiene, efectivamente, la poética de sus primeros momentos, porque invita al juego, a dar rienda suelta a la pulsión de niños que llevamos dentro, a construir un muñeco de nieve con sonrisa feliz y sombrero de paja. Pero esos muñecos se derriten pronto, y el sombrero se queda perdido en el suelo, a merced del viento, como el sombrero que se queda en el armario cuando su portador ha muerto, y ya no acudirá nunca a por él para pasear por el parque. Ese derretirse del muñeco de nieve es triste, porque representa una metáfora de la fugacidad de la vida.  

Muchos días después de la gran nevada sobre Madrid -escribo el lunes, 18- la ciudad continúa tomada por la nieve. La nieve ya está sucia, sí, pero mantiene en su fría dictadura a muchos barrios incomunicados, aceras inabordables, y la mayoría de las líneas municipales de autobús paralizadas. La nieve, con su peligrosa hermosura, ha destrozado en Madrid decenas de miles de árboles. “El dolor de los niños, el dolor de los árboles, el dolor de las bestias. Qué tres dolores insufribles”, escribió Francisco Umbral. Hay quien ve un árbol como un adorno y hay quienes parecen ser capaces de hablar con ellos a partir de la vida sobria que recorre sus ramas. Pero vivimos un recogimiento obligado entre la pandemia y las catástrofes naturales, y el tiempo transmite la engañosa impresión de estar detenido, pero el reloj continúa su recorrido implacable, silencioso como una gran nevada, y así nos vamos haciendo viejos, sin darnos cuenta, que es una manera cruel de entrar en la vejez. “Envejecer es ir cerrando puertas, encadenar despedidas”, ha dicho Iñaki Gabilondo, que se retira. La vida nos va retirando poco a poco. Pasan inviernos por la calle.

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