Parece que la señora juez exageró algo, tal vez involuntariamente, al meter a todos en el mismo saco. El saco fue la instrucción de los cursos de formación, indudable fraude que le costó el puesto -¿a quién se le ocurre investigar a los gerifaltes?-, pero el “todos” fue no sacar de ese saco a pequeñas empresas que sí estaban cumpliendo religiosamente su compromiso, e impartiendo los cursos concedidos, empresas forzadas a desaparecer, al perder su inversión propia y alumnos defraudados -pero no por sus escuelas- al imposibilitárseles la conclusión del aprendizaje.
También parece, muy a lo Larra, que “en este país” el personal no se acostumbra a recibir críticas, mucho menos reprimendas. Y, como dónde nadie dimite todos se refuerzan en el error, para afianzar la desconfianza general, al tiempo que se reclama confianza, como si eso pudiera ser un regalo, para no criticar las sentencias cuando se den, mejor se prescinde de la instructora. Y la juez Alaya (qué raro, feo y anacrónico queda eso de “jueza”, aunque cumpla la moda) ya no está en la instrucción de los cursos. Ni en la de los EREs. Lo peor de “este país”, es pedir respeto cuando algo beneficia a quien lo pide, y no respetar cuando le perjudica, o, simplemente, deja a la vista un feo rasero. “No parece ni prudente ni sensato” que a la Juez le produzca incertidumbre la posible sentencia.
“La Guardia Civil de Tráfico hace una magnífica labor; excepto si me paran y me multan a mí”, decía un amigo y lo decía absolutamente serio, convencido de su autoconcedida inmunidad. Es lógico que siente mal una condena o una simple amonestación. Aceptarlo exige un grado de humildad y capacidad, de grandeza humana, a la que no todos llegan. Pero hasta en eso parece hacernos falta una norma. Y eso que las normas nos agobian, nos ahogan; y cada vez más. La crítica no es negativa, si es mesurada y acertada, porque entonces sirve para mejorar.
Lo negativo es la defensa del delito, no del delincuente, porque todo el mundo tiene derecho a ella y nadie puede -perdón: debe- ser condenado sin pruebas perfectamente tangibles.
Hay quienes se molestan porque alguien plantee dudas sobre alguna decisión judicial, desde el momento en que defiende una posición contraria a esas dudas; contraste llamativo con las añagazas y subterfugios de que se pueden llegar a rodear tanto abogados como fiscales, para volver como un calcetín hechos tan claros que ni discusión admiten. O para intentarlo, que es lo mismo, porque lo válido es la intención.
La picaresca, muchas veces inocente ardid para la subsistencia, se convierte en peligrosa práctica, cuando se pretende demostrar la inocencia de un asesino confeso, de un político corrupto, o de un acto dictatorial de un gobierno supuestamente democrático. No es mal aplicable sólo al abogado en el ejercicio de una misión llevada al extremo. Que todo eso ocurra es peligro latente de una mentalidad arraigada en un país falto del revulsivo de una revolución y de la limpieza moral que conlleva; una mentalidad capaz de, lejos de condenar, aprobar los mayores abusos, si han enriquecido al culpable, -porque en realidad, lo envidia-. Aunque el importe resultado del fraude falte en sus bolsillos.