¿Quién habla mal?

Publicado: 17/06/2018
Autor

Rafael Sanmartín

Rafael Sanmartín es periodista y escritor. Estudios de periodismo, filosofía, historia y márketing. Trabajos en prensa, radio y TV

Patio de monipodio

Con su amplia experiencia como periodista, escritor y conferenciante, el autor expone sus puntos de vista de la actualidad

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El idioma se forma paulatinamente, por evolución. La evolución es natural y lenta. Lo inmediato y forzado es imposición y papanatismo
Un idioma no se hace en días. Ni en años. Se hace a sí mismo en siglos. Evoluciona de forma natural, hasta que, con el tiempo, el habla ha cambiado tanto que no se parece al de siglos atrás. Por eso no existe el idioma mal hablado, aunque gente inculta y mal-intencionada, lo diga del andaluz. Un ejemplo: el inglés hablado es del siglo XXI, pero se escribe como en el XII. Porque no hay ningún organismo, no existe una Academia de la Lengua que vaya ajustando lo escrito a lo hablado. De ahí que el andaluz no sea “una forma de hablar mal el castellano”. En todo caso tendría que ser al revés. El andaluz es la vanguardia del mal llamado castellano. Mal llamado, porque recibe el nombre por haber sido lengua oficial del reino de Castilla, pero no ha nacido en un Monasterio burgalés, pese a las mentiras oficialmente defendidas como verdades.

Pruebas hay. Una: el mayor número de palabras que entran anualmente en el Diccionario proceden del habla andaluza. El resto son extranjerismos, o “palabros” inventados por políticos en cruel homenaje a su incultura léxica. Otra: Nos copian, después de siglos criticándonos. Cada vez está más perdida la “d” intervocal, cada vez se usa más la “h” aspirada. Cada vez escasea más la “s” final. Ese habla, relajada, ahorrativa, procede del andaluz; aunque escribidores de periódicos centralistas muestren públicamente el hormigón de su rostro, y el descaro de decir que “otra” comunidad está copiando a Madrid, porque empieza a seguir “sus” giros.

El idioma se forma paulatinamente, por evolución. Forzar un cambio, imponer una expresión, o intentarlo, aplicar a una palabra un significado distinto al propio, por novedad o novelería, no es evolución. La evolución es natural y lenta. Lo inmediato y forzado es imposición y papanatismo. Por ejemplo: un “parámetro” no es una unidad de medida. Es un espacio en la ecuación de algunas curvas. “Especular” no es meditar, ni estimar, ni conjeturar; es alterar artificialmente el precio de las cosas para obtener beneficio. “Restaurar” no es poner comida. Es devolver un objeto o edificio a su estado original. (Aunque algunos arquitectos ultra-modernos defiendan poner paredes de escayola). Los significados erróneos atribuidos a estas y otras palabras, proceden de errores discursivos o del deseo de aparentar una originalidad falsa, forzada. Y seguirlos propio de gente más partidaria de la “novedad” que de lo correcto. Aunque la Real Academia se vea obligada a aceptar vocablos que cambian su significado. Pero esa es su labor. Nos dice cómo hablamos, no cómo debemos hablar.

Para imponer están los políticos y los/las defensoras/es de un engendro caprichoso porque “jóvena” no es femenino de joven. La terminación “a” es femenina y la terminación “o” es masculina. Sin embargo “e, es, er, en” se trata como si fuera masculino, pero es neutro, si no, “Isabel”, “Raquel”, “Mercedes”, o “Lourdes” serían nombres masculinos. No existe la tenienta, ni la estudianta, ni la durmienta. Ni la sastra, ni el periodisto, el taxisto, el taxidermisto, o el motoristo. El idioma permite entenderse. Inventar o cambiar el sentido de las palabras, hará que un día pidamos un lápiz y nos den un martillo.

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