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Patio de monipodio

Ahorrar energía

El cambio de hora carece plenamente de sentido. Menos aún en el hispánico caso, que se continúa con la hora de Alemania que Hitler “sugirió” a Franco

Publicado: 07/10/2018 ·
22:35
· Actualizado: 07/10/2018 · 22:35
Autor

Rafael Sanmartín

Rafael Sanmartín es periodista y escritor. Estudios de periodismo, filosofía, historia y márketing. Trabajos en prensa, radio y TV

Patio de monipodio

Con su amplia experiencia como periodista, escritor y conferenciante, el autor expone sus puntos de vista de la actualidad

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Lunes, 8 de octubre. Las farolas se apagan a las 8’30 y se vuelven a encender a las 20. Y todavía faltan veinte días para volver al horario normal (en Europa; que en “Spain” se mantiene la hora de Alemania) ¿Dónde está el ahorro? En que si no estuviera esa hora adelantada, se encenderían a las 19. Ya. Y se apagarían a las 7’30. Luego ¿dónde está el ahorro? Cuando se usaban bombillas incandescentes, con escasa industria, es posible -sólo posible- que el cambio de hora ahorrara energía, aunque la energía era mayormente hidráulica, no había que pagarla a los mercaderes del petróleo. Entonces, Franco igualó el glorioso hispano horario al alemán. Y hasta, por supuesto, inconsciente de lo que hacía, lo elevó para igualarlo al ruso. (¡Qué desatino!, para que luego digan).

Hoy, el mayor consumo con diferencia, es el industrial-comercial. Y eso deja sin argumento la posibilidad remota de que el cambio pueda ahorrar algunos céntimos, porque oficinas, tiendas, almacenes y fábricas funcionan sea cual sea la “hora oficial” (mente impuesta). El cambio de hora carece plenamente de sentido. Menos aún en el hispánico caso, que se continúa con la hora de Alemania que Hitler “sugirió” a Franco, sería para no despertarlo de la siesta.

Si alguna vez los políticos dijeran la verdad, explicarían por qué los cambios de hora. ¿Se equivocaron cuando dividieron el planeta en 24 husos? ¿Son “políticos rebeldes” que desprecian el Meridiano de Greenwich? Seguro, ni una cosa ni otra. Europa pide dar marcha atrás, tímidamente, porque comprende que la oposición a los cambios va en aumento. Y eso significa que no se cumple el verdadero y único objetivo de su imposición. Y es que para el “brujo” de la tribu era muy fácil obtener obediencia hasta del jefe, con la amenaza de Pedro Botero, o su similar contemporáneo. Pero después de cerrado el infierno, es más rentable acostumbrar a obedecer que forzarlo con la amenaza. Los gobiernos aspiran a obtener obediencia ciega a sus dictados. Llegar a Huxley, a 1984, a Farenheit 451. Eso sí que sería globalización. El final de un camino comenzado hace ya tiempo, cuando se dictó la primera norma absurda, antes incluso del cambio de hora o del cinturón de seguridad (que no salva vidas: cuando informan que “el 35% de los fallecidos no llevaba puesto el cinturón” es obligado comprender que el 65% sí lo llevaba). Imponer normas sirve para que la gente se acostumbre a obedecer normas. Imponer normas absurdas, lo amplifica, lo  ratifica. Y permite obtener el ciudadano sumiso, capaz de defender con entusiasmo lo que hasta entonces ha incumplido, incluso discutido.

La negativa costumbre de no atender a la convivencia hasta que duele en la cartera -por ejemplo, fumar sin molestar a los demás- justifica la imposición de normas y leyes. Es la ciudadanía quien las provoca y justifica, por irresponsable comodidad, y por irresponsable comodidad las defiende a continuación. El problema no es el tabaco, ni la hora, ni el cinturón. Es todo eso, como reflejo de una actitud acomodaticia, que permite a los gobiernos ganar terreno a la democracia. Porque democracia es participar, votar cada cuatro o cinco años, sólo eso en sí mismo, no es democracia.

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