La depresión es una de esas enfermedades ingratas que se esconde tras la apariencia saludable de quien la padece, de modo que quienes rodean al paciente no comprenden el porqué de su desánimo. Es cuando se suelen dar esos inútiles consejos: ‘Tú lo que tienes que hacer es salir más y divertirte…’, lo que hunde aún más al depresivo al sentirse incomprendido.
En los países desarrollados la edad de inicio del primer episodio depresivo tiende a ser cada vez más temprana. Según las estadísticas, entre un 8 y un 17% de las personas padecen en algún momento de su vida alguna forma de depresión grave, aunque otras formas menores, más o menos disfrazadas, afectan a un cuarto de la población en algún periodo de su vida.
Pero, ¿por qué son preocupantes estos datos? Pues porque la depresión merma la calidad y la cantidad de la vida. Aumenta el pesimismo, la hipocondriasis (el pensar que se padecen enfermedades que realmente no se tienen), la desesperanza; disminuye el flujo de pensamientos y acciones, la autoestima, el cuidado e higiene personal, el impulso a la búsqueda de soluciones, a las relaciones, al disfrute, etc.
Además del sufrimiento, del aislamiento y de la incapacitación que produce, acarrea un importante riesgo vital. Muchas enfermedades, accidentes laborales, deterioros familiares, fracasos escolares y despidos pueden atribuirse directa o indirectamente a la depresión.
Por otro lado, un 15% de los depresivos recurrentes se suicidan, lo que representa, cada año, un número de muertes similar a las que produce el Sida. La depresión en sí misma es un suicidio ralentizado, como una muerte a cámara lenta. Sería como si nuestro cuerpo siguiese funcionando, pero nuestra mente ha perdido su horizonte, su razón de ser.
Llegado el caso, no dudemos en consultar con el especialista.