La hablilla de hoy no pretende ser triste aunque sea evocadora de la muerte. No se la teme por desconocimiento, incertidumbre o duda, sino por el desamparo en que sume a los dolientes. Cuando llega lo hace golpeando, helando el estómago, prendiendo fuego al corazón, empujando el pecho, atenazando la garganta, llenando y desbordando los ojos con lágrimas cálidas que al cesar dejan la boca hirviendo, la saliva espesa y los labios hinchados.
Todos hemos experimentado algo parecido en un momento de nuestra vida. Este es el sino de los vivos: padecer irremediablemente la muerte de los nuestros. Cuando un ser querido se nos va, es como si se rompieran de pronto esas raíces que nos han unido a él desde que se engendró ese vínculo que el tiempo y las etapas transformaron en amor familiar primero y cariño después, en el colegio, el que surgió tras una pelea o en los grupos que la profesora formó para los ejercicios de geografía.
Descubrimos con ellos el cariño incondicional, leal y también el circunstancial, el que compartimos con otros niños que por razones de trabajo de sus mayores se vieron obligados al traslado. La madurez, los años cumplidos hacen que estos recuerdos sean como fogonazos que dibujan sonrisas, sin embargo es la muerte la que obra el prodigio del reencuentro para rendir ese último adiós que paradójicamente se transforma en un ¡hola! que hace brillar en la mirada empañada la chispa agradable y risueña de unos momentos de complacencia. En estas reuniones se habla de todo, de todos y son como un contrapeso a la desdicha, a ese desamparo sugerido al principio.
Este adiós, el de propia vida, es siempre triste, pero hay uno muy especial, el que surge de la hoja de un periódico, un nombre conocido y entrañable que vuela y se estrella en los ojos hundiéndonos en el silencio atronador de la sorpresa. Las palabras callan y los recuerdos acuden a esta llamada de atención. En la inmensa extensión de unos segundos aparecen devolviéndonos el último encuentro, la última conversación, la última mirada, el último adiós. Algo así sentí el pasado domingo al leer el obituario dedicado al Profesor Charlo Brea. La fotografía mostraba la mirada serena que se apreciaba a través de sus gafas oscurecidas. Le conocí hace unos años, cuando dio una breve charla en el Club de Letras. Más tarde coincidimos en unas tertulias radiofónicas, junto a Antonio Cantizano, Pedro Castilla y el Profesor Hernández Guerrero, compañeros ellos en el arte de la docencia y sobre todo amigos.
Fue en una de ellas en la que yo misma le di una revista que el Grupo Río Arillo dedicó a la mitología. Le encandiló la portada y el paso pausado de las hojas lo amenizó con elogios casi a media voz, debido a su sincera emoción, según confesó al llegar al final. Como catedrático en Filología Latina, dijo no haber visto nada parecido en mucho tiempo, mostrando su satisfacción mediante comentarios por el hecho de que actualmente hubiera un grupo, aunque sólo fuera uno, ocupado en un menester tan bello y minoritariamente apreciado.
Traté al Profesor Charlo Brea unos años nada más, sin embargo su nombre va ligado íntimamente a su sencillez, su humanidad y a esa serenidad que se escapaba enredada con sus palabras facilitando la comunicación y el afecto.
Aquel día, al despedirnos, lo hizo con la revista en la mano.
Siempre lo recordaré con aquel último adiós, el más vivo y radiante.