Apenas han caído cuatro gotas y ya se oyen las primeras quejas. Y eso que hasta la semana pasada desesperábamos por llevar seis meses sufriendo los rigores del calor con mosquitos como obuses. Parece ser que ya se han ido y podemos dar la bienvenida a la lluvia, la bendita lluvia que refrescará el ambiente y el ánimo, que falta hace. Escucharla es como un bálsamo, como sentirse arrullado por algo muy especial, evocador y hasta cierto punto nostálgico. Durante el día, el gris del cielo hace resaltar los colores del paisaje acharolándolos.
Esto podía apreciarse en la Alameda, en los árboles que la aislaban metafóricamente de la calle Real y General Valdés. Había unos cuya floración brotaba arracimada, de un color violeta tan intenso que impactaba. Las ramas subían y bajaban buscando su posición momentáneamente perdida por el golpeteo suave de las gotas y cuando se aquietaban, aparecía un chaparrón que de nuevo las empujaba. Era como verlas bailar un vals lento y cadencioso venido del cielo.
Hoy nos contentamos con ver el brillo de los ficus y el flameo verde de las palmeras cuando las trastorna el levante. Sin embargo, la lluvia parece distinta durante la noche. Es cuando su caída se vuelve murmullo y su olor se hace más intenso. Es como si se reinventara, como si su feminidad acentuara su mágico poder de seducción calmando el ánimo, propiciando el sueño. Los poetas han cantado a su caída suave y a sus inesperados chaparrones impregnando los versos con la pena del desamor o el desarraigo de la soledad. Porque cuando la lluvia cae parece que la sentimos individualmente. Es como estar frente a un espectáculo visual exclusivo, sólo para uno.
Esto lo comprobamos cuando la vemos reproducida en una pintura. Desde mi ignorancia en el tema, desde el punto de vista de mi apasionada afición, si milagroso me parece oírla en la Primavera de Vivaldi, no digamos lo que se desató en mi cabeza cuando la vi en un cuadro. Me refiero al que retrató el artista inglés Pete Rumney. Se trata de un pintor dedicado al paisaje urbano pero iniciado en las puestas de sol inspiradas en su lugar de nacimiento. La pincelada suelta deja brochazos de color en el lienzo que van tomando forma, que van iluminándolo mientras retrata la vida de negocios de una gran ciudad.
En cuanto al arte de pintar la lluvia, goza de las mejores críticas escritas. En sus escenas, dicen, se puede respirar la humedad. En realidad, no es necesario echarle tanta imaginación, pues se ve y se siente claramente lo que el artista quiere transmitir, que no es otra cosa que la belleza inigualable de un instante mojado. Los colores parecen deslizarse, caer silenciosamente de las paredes, de las luces, de la gente y de los coches que aparecen retratados, buscando el descanso en el asfalto.
Abrillantado por el agua, en él se alargan las estelas de color tanto como lo permite la altura del lienzo, perdiéndose en la profundidad, como si quisieran encontrarse y fundirse en el imaginado centro de la tierra. Es como si la lluvia los arrastrara haciéndolos chocar contra un espejo oscuro e improvisado que hay que traspasar para que se obre la magia, para que esta escena urbana rutinaria, esquiva y triste se haya transformado en única, irrepetible y extraordinaria por las ágiles pinceladas de Rumney. Me pregunto cómo pintaría la Alameda, si realmente la vería con el brumo de tristeza que la cubre, con esa humedad tan parecida y distinta a la de la lluvia que con precisión ha pintado.