Solía aparecer a la hora de comer, más bien durante la sobremesa, esperando las migas que caían del mantel, esparcidas como semillas por las losetas de la terraza. Planeando como un avión, tomaba tierra y se acercaba dando saltitos, buscando el sustento al que, sin intención, lo acostumbré. Resultaba curioso verlo picotearlas, llevarlas al espacio soleado y compartirla con la compañera. Ahora tú, ahora yo, un turno establecido con orden y concierto, un diálogo de movimientos bruscos de cabeza, celosos vigilantes al acecho, espantando a los otros de esa parcela particular y recoleta. Sin embargo, la mayoría de las veces estaba solo. Me gustaba observarlo como si lo estuviera espiando, contar sus movimientos y hacerlo esperar, igual que se hacía antiguamente con el fiel, perseverante y paciente pretendiente. Entonces abría la puerta de sopetón, obligándolo a huir, asustado, piando desde el pretil, formando una algarabía ensordecedora para volver en cuanto el flameante mantel desaparecía dejando los restos para gloria y disfrute de este singular amigo, de este efímero pretendiente.
Entre las aves, quizás el gorrión sea la más graciosa. Su espíritu libre es más perceptible que en las otras. Es por eso que muere si se le enjaula, deja de comer y en pocos días deja de vivir. Este detalle quizás no aparezca en las pautas de comportamiento recogidas en las enciclopedias, sin embargo lo sé por propia experiencia, porque un familiar muy directo quiso demostrar que los gorriones se podían criar en la casa, de igual modo que los canarios, los jilgueros o los agapornis. El resultado del experimento fue su llanto infantil lastimero, contenido, hipado e inagotable durante varios días, pues cuando fue a darle el alpiste lo vio con los ojillos y el pico abiertos, sin vida, en el suelo de la jaula.
Disfruté de las idas y venidas de este singular pretendiente durante varios años y ha sido en estos días cuando me he dado cuenta de que no aparece, de que no lo oigo piar en la terraza desde hace bastante tiempo. En invierno su visita era diaria porque el sol se queda varias horas encerrado en un rincón. Era su lugar favorito y allí se llevaba las migas para comérselas tranquilamente. Pero ahora no está, ha abandonado esta costumbre que me alegraba la tarde. El motivo de su ausencia puede deberse a que su especie está disminuyendo rápidamente, tanto que aunque no llega a ser alarmante sí resulta preocupante. Ave de ciudad, como la golondrina, la causa se relaciona con la contaminación, el ruido y la superpoblación. A esto yo añadiría que la mutilación de los bosques, la tala de árboles, la desaparición de los jardines y las edificaciones han acabado con los insectos y las plantas que los alimentaban. El cambio climático es otro factor y entre las causas, azares y modernidades muy pronto nos quedaremos sin gorriones. Se sabe que no es un ave vistosa, que su canto no es sublime pero verlo y oírlo nos da compañía, sensación de calma y la sencillez de un lugar apartado.
El poeta Miguel Hernández decía que los gorriones son los niños del aire porque no ven el peligro, porque llegan a sitios donde otras aves no se atreven. La verdad es que lo echo de menos y a pesar de saber, más bien intuir la causa de su ausencia, de vez en cuando dejo caer unas miguitas en la terraza. Por si se hace viejo y le dan ganas de volver.