Desde que existe, todos los años, el domingo anterior a la entrega de los Oscar, hago el propósito de verla, pero por diversos motivos o por otros surgidos he perdido la ocasión y sólo la radio me ha informado sobre el curso de la misma. Confieso que nunca pude oírla en su totalidad pues, como saben, acaba muy tarde y los párpados, llegada una hora, no aguantan abiertos mucho más. Este año, en cambio, hubo coyuntura, la aproveché y me senté ante la tele con la idea y la ilusión de desbaratar los argumentos, las críticas destructivas que han acompañado, desde sus inicios, a la entrega de estos premios del cine español.
Las primeras las oí en un programa nocturno de nuestra radio local, luego le siguieron muchísimas más, comenzando por su nombre. Reconocí el ingenio del intérprete anónimo al explicar su similitud, más bien su rima asonante, con el americano –Goya y Oscar, ya se sabe. Rebuscando he encontrado el motivo, que no es otro que el referente cultural que supone el maestro zaragozano y “el tratamiento pictórico” que encontramos en sus lienzos, “muy similar al cine”. Verdad o exageración el argumento se sostiene, convence y motiva a volver a ver los trabajos del artista pintor, más que nada por deleite. Pero volviendo a la gala, en cuanto vi a aparecer a la presentadora me pregunté si me había equivocado de canal, porque creí que estaban pasando “el club de la comedia”.
Y es que Eva Hache no puede desligarse de él, quizás no le interesa porque hay que ver el filón que tiene con esa sosería salpicada de cinismo repetitivo que cuida como oro en panes, tanto que no se le agota. Igual que los americanos, porque este club español, estos monólogos son una calcomanía de los otros, pero de ellos hablaremos en otro momento. Pues sí, la gala de los Goya fue como dicho club pero con premios, con muchas salidas de tono, lágrimas muy oportunas, críticas, reivindicaciones y sarcasmo, mucho sarcasmo en unos monólogos que no fueron tales.
Porque el monólogo es un recitado, como un pensamiento en voz alta y lo que allí oímos fueron discursos coloquiales dirigidos a ciertos personajes del público por parte de unas lenguas afiladas para la ocasión. Eva Hache no desperdició un segundo de sus intervenciones en errar los puyazos que lanzaba. Era lo que se esperaba de ella y no de Concha Velasco. Han pasado los días y no puedo creer que una actriz de su talento se haya prestado a tan ridícula actuación. Que mereció el premio con anterioridad, bien, que no se lo dieron, bueno, a ella no le hace falta porque tiene el mejor y el mayor de todos: el respeto de su público, fiel y leal que la adora.
Quiero pensar que hizo como Hitchcok en aquel corto, que creó al personaje del ascensor mientras bajaba ante la mirada aterrorizada de los ocupantes, personaje que desapareció cuando él salió al vestíbulo del edificio. Pues quiero pensar que ella hizo lo mismo, creó a la Concha del Goya para dejarla en ese escenario, en esa gala al estilo americano que ganaría mucho más si se dejara a un lado la imitación. Realmente penosa su actuación y la forma en que atacó especialmente a Mari Carrillo, compañera suya cuyo mal principiaba. Pero con lo que no pude fue con el baile y no por el “quiero y no puedo” sino porque fue ejecutado sin ganas. Apagué la televisión y reflexioné en que no pude desbaratar los argumentos que conforman la leyenda negra que, como un lastre, arrastran los premios Goya. También concluí en que el año que viene no voy a perder el tiempo, directamente conectaré la radio. Prefiero los comentarios y las entrevistas del equipo de Arturo Martín.