Ocurrió la noche del martes, durante una de las series acaparadoras por lo entretenida, bien ambientada y mejor trabajada, serie –como la mayoría- en la que los actores noveles consolidan su buen hacer para ir danto tono a sus nombres nombre, serie que necesita, a pesar de la miel del éxito, a los actores de siempre que con humildad afirman que aprenden de los jóvenes, siendo ellos los maestros, los que realmente enseñan. En esta serie nos encontramos las tres dimensiones temporales en la que se apoya la introducción, el nudo y el desenlace, la trama que atrapa, que enreda hasta volvernos adictos a esta noche de martes. Para cuando nos damos cuenta ya formamos parte del elenco invisible, el que vive frente a la pantalla, que vibra imaginando el final de esta hora y pico, que desespera por la espera hasta el próximo capítulo.
Velvet ha cautivado porque recubre los resquicios que han dejado las noticas del día -numerosas sobre corruptos, unas cuantas menos sobre el maltrato y dos o tres sobre la guerra, el hambre y la enfermedad-, ha cautivado porque acalla las carcajadas algo forzadas del Hormiguero, el espacio en el que todo tiene que parecer natural y ha cautivado porque no pretende ser una película.
Pues ocurrió aquella noche, la del pasado martes. La voz distinta y juguetona de Alba Libre anunciaba el comienzo de un nuevo capítulo y aunque ya había aparecido en el anterior, fue en el de este martes donde Ángela Molina nos deslumbró de nuevo y como siempre. La escena duró apenas un par de minutos. Una espalda femenina, silente, nerviosa y oculta bajo una bata se apresta a abrir la puerta de la calle a una visita sin anuncio, a una mujer que viene a trastornarle vida. Ahí se queda una historia engrandecida por los dos segundos siguientes y eternos al suscitarse un duelo precioso, sublime y femenino de miradas cruzadas, ensombrecida la mas joven por el fulgor aún asombroso de la de Ángela Molina.
La memoria devuelve la entrevista que le hizo José Mª Íñigo cuando rodó Bearn o la casa de las muñecas, junto a Fernando Rey, con la larga melena estudiadamente suelta y unos labios que, nerviosos, se encogían al intentar sonreír para asegurar que la mirada y el brillo de los ojos los había heredado de su madre. El paso del tiempo en ella resulta natural y agradable porque sus canas y sus arrugas la engrandecen. Estupenda es el calificativo que la define por méritos propios en una etapa en la que casi todas las actrices –actores también- dependen del quirófano. Cuánta vida atesoran, cuentan y fían las arrugas en una cara, en este caso, en la de Ángela Molina, una actriz, una famosa que las lleva con orgullo. Ellas son Xima de Bearn, Conchita de Ese oscuro objeto de deseo, Sofía de Gran Reserva e Isabel de Velvet entre muchas, muchas más.
La arruga es bella, afirmó Adolfo Domínguez, porque significa uso y disfrute de un vestido, aunque el diseñador lo enfocara al lino. No le falta razón y si tal afirmación la aplicamos al género humano la arruga es más bella aún porque atesora recuerdos y experiencias que se refieren con palabras e iluminan con miradas. Esperamos con impaciencia las que nos regalará Isabel-Ángela los próximos martes, qué nos contará su voz empañada que aterciopela un personaje lleno de fuerza. Dulce y apetecida inquietud.