El pasado viernes comenzó la Feria del Libro en Madrid. Desde que goza de la difusión que merece parece vivirse como un anticipo vacacional centrado en esos tres fines de semana que la definen: apertura, ecuador y clausura, siendo la jornada del sábado la que registra mayor afluencia. Todos lo años, porque no ha habido uno sin que se haya escapado, recibe los primeros calores y las últimas granizadas, aunque este año se hayan adelantado y posteriormente transformado en esta locura meteorológica que estamos viviendo.
El comentario general ya lo saben, invierno hasta San Fermín, como hace más de un siglo, pero bueno, el caso es que un año más el Parque del Retiro recibe el olor a tinta impresa, las miradas de los aficionados y la vehemencia de los adictos a la lectura. Este año ya hay un título con la venta asegurada basada en el oportunismo y la deslealtad, título que no voy a repetir porque está más que manoseado y por lo tanto esta hablilla perdería el interés.
La razón de referir la Feria del Libro madrileña es por la lectura que desprende su cartel, diseñado por el artista argentino Juan Gatti. Una primera visión nos conduce a los dos portones cerrados que dividen la escena, situados en un paisaje, y que encierran las hojas de un libro colosal de considerable grosor. Son estos portones dos seductores que guardan el misterio de un argumento, de una historia que será desvelada una vez sean abiertos por el lector que se encuentra de pie frente a ellos, sobre un escalón no muy alto, lo suficiente para alejarlo del paisaje, pero sin dejar de estar en él. El color rojo simboliza la pasión que encierra ese mundo por descubrir y que será para el lector, una vez se decida a abrir dichos portones, una vez se decida a pasar por ellos. Este lector está representado por la figura de un hombre correctamente vestido, con traje y sombrero, “a la antigua” que dirían los más jóvenes, en clara alusión a la invasión digital como señala un artículo, a la modernidad que parece querer acabar con el libro.
Esta invasión hay que entenderla como una opción, una alternativa, porque el libro no morirá del todo. Cierto es que las ventas han disminuido y la situación crítica que vivimos ha favorecido y elevado la venta de títulos por Internet que, por otra parte, tiene una gran ventaja: el aligeramiento de peso durante un viaje. Indudablemente tiene muchas más, como el ahorro de papel, el abaratamiento del coste, el volumen y muchas más.
El i-book, la tablet, el kindle y el propio ordenador personal que fue pionero en esto de bajar obras literarias, son receptores y difusores de cultura, nadie lo pone en duda. Cuántas lecturas increíbles, datos inimaginables y curiosidades extraordinarias nos han proporcionado, sin embargo imposibilitan el romanticismo de la relación única, íntima e intensa que surge entre el libro y el lector por medio del tacto, pues impide el aleteo de las hojas y elimina el perfume de la impresión.
En estos tiempos de teclado y digitalización no podemos dar la espalda a estos adelantos porque sería negarnos la posibilidad de crecer, pero quienes peinamos canas y no gozamos de la habilidad para satisfacer la curiosidad mediante el arrastre del ratón, estas cosas adquieren tal dimensión que nos arrugan y bloquean.
En cualquier caso, siempre nos quedará el libro y la voluntad para aprender a bajarnos esos títulos que siempre quisimos. De hecho hay una dirección –a estas alturas las habrá a docenas- que facilita la friolera de once mil títulos, es decir, más de lo que guarda la memoria de estos portátiles diseñados para la educación, igual o más de los que ofrecerá la Feria del Libro de Madrid. Si quisiéramos leerlos todos, tendríamos que vivir unos trescientos cincuenta años. Da escalofrío pensar en lo que nos vamos a perder.