Así se les llama a esas funciones que agilizan las tareas informáticas, muchas de ellas, hoy, en los móviles. Hace unas semanas estas hablillas referían la dependencia a que nos somete el susodicho teléfono, en lo que se ha convertido. De los “toques” como contraseña para saber si se estaba al otro lado de la línea hemos pasado a estar en ella tanto despiertos como dormidos, sobre todo los jóvenes. Ya no se escriben o mandan textos y las llamadas son para casos extremos porque han sido barridos por los “whatsapp”, mensajes gratuitos que nos enganchan hasta que apagamos el móvil con desespero.
Españolizando el término, aplicando a esta palabra -que pasará al diccionario, cuestión de tiempo y burocracia- un análisis morfológico de los de antes, el género debería ser femenino porque se trata de la abreviatura de la voz “aplicación”, sin embargo queda masculinizada por su relación con los mensajes de texto –estos sí son masculinos- y porque en realidad lo son. Con el debido respeto y entendido el permiso a personalizar, por mi parte intento estar al día en estas cuestiones, le pongo empeño y aunque avanzo tengo la sensación de ir a paso de tortuga.
Podré un ejemplo demostrativo: suena el avisador, alarma o llamada chirriante, indicadora de la recepción de un whatsapp. Se despliega la pantalla y encuentro un bocadillo que encierra el texto. Toco el espacio para escribir y aún estoy en la segunda letra cuando ya hay otro con pregunta. Voy a borrar pero me equivoco. Le doy a “enviar” y aparece lo que había escrito que no me dio tiempo a eliminar, unas palabras que no lo son porque se han colado las letras del otro lado de la tecla debido a las dimensiones de la yema de mi dedo. Intento pedir perdón por el espanto aprovechando un instante sin respuesta, un alivio en la pantalla que me permite terminar una frase tras haber rectificado varias veces, tras haber visto el cursor retroceder, una línea parpadeante, pequeña y vertical que se ha ido comiendo vorazmente mis pensamientos y nada más ver mi mensaje enmarcado en el bocadillo enseguida aparece el de mi interlocutor con una foto que tengo que descargar para poder verla. Espero impaciente a que el espacio cambie de color por el prodigio de un émbolo inexistente. Al mismo tiempo suena otro aviso, un tono distinto que identifico con el correo electrónico. Aturdida pulso para salir y ver quién me escribe.
Debería contestar pero tardaría más que si lo hiciera en el ordenador, así que me pongo ante la pantalla, ante la tranquilidad de un teclado cómodo para escribir como merece mi destinatario. Cuando me encuentro ensimismada en la tarea vuelve a sonar el chirrido del teléfono, vuelve a parpadear la lucecilla indicadora del whatsapp. Al desbloquear la pantalla aparece el bocadillo pidiendo mi parecer por la foto. Me doy cuenta de que había olvidado por completo el asunto. Nerviosa y un poco avergonzada veo que la barra bajo la foto ha cambiado de color y un letrero me indica pulsar en “ver”.
Unos segundos bastan para decidirme a escribir un texto coherente y oportuno. La pantalla está quieta y con esta certidumbre logro terminar un renglón, comienzo el segundo, cuando voy por la mitad del tercero en la pantallita del móvil aparece “¿estás ahí?”, dos palabras que aluden claramente a mi capacidad de reacción, lenta, desacertada, lamentable e imprudente, porque no concibo una “q” sin “u”, un verbo auxiliar sin “h” y una preposición con signo de multiplicación. Y ahí sigo, aplicándome el viejo refrán con que enfrento la sofisticación de la modernidad: hace más el que quiere que el que puede. Y con las cus y las haches como manda nuestro alfabeto continúo con el correo electrónico que interrumpí.