Hubo un tiempo en que la pintura estaba en los libros, por lo tanto sólo era disfrutada por quienes podían costearlos, es decir, príncipes, reyes, nobles al fin que gozaban, además, del privilegio de haber aprendido a leer. Imaginamos, inevitablemente, el scriptorium donde se realizaron, donde se copiaron e iluminaron los pergaminos que mucho después conformaron el códice destinado enriquecer la biblioteca del donante. E imaginamos también al miniaturista, al artífice que a partir de pigmentos y minerales conseguía unos tonos impresionantes y hasta impropios. El reducido espacio para desarrollar el fragmento elegido por el mecenas y el destino de su trabajo, estrictamente privado, propiciaba la espontaneidad del artista y fueron estos códices precisamente la fuente donde bebieron los posteriores, aquellos que le pusieron nombre, pintura. Más bien la popularizaron porque la sacaron de los libros y del palacio para que apareciera sobre un lienzo, desarrollando las técnicas del temple y el óleo. Esto ocurría entre los siglos XIV y XV.
Cuando surge una tertulia sobre la riqueza de la pintura, quizás el arte más cultivado en todos los tiempos, se refieren detalles curiosos, como la postura de la cabeza de las figuras simbolizando soberbia o humildad, la posición de las manos señalando o castigando, la composición de la escena, los planos que se superponen, en suma, la interpretación de lo que se ve, lo expresado por el artista mediante la forma y el color. Sin embargo muy pocas veces se ha tratado su propia mirada, la que esconde en la literatura pictórica que se descubre cuando se mira y admira su obra, dejándola hablar. El recorrido por una exposición es tranquilo, ligeramente perfumado por el ambiente, delicadamente iluminado para no deslumbrar y extraviar los tonos. Y de repente el paseo se interrumpe voluntariamente a los ojos de los otros asistentes, que ignoran la manera sutil en que el visitante ha sido seducido y enredado por la magia de la pintura, hechizo que es gozado de forma personal e intransferible, hechizo que aísla e integra en la escena representada, olvidando el mundo, parando el tiempo.
Esto no suele comentarse en las tertulias quizás por pudor, por no admitir esta sensibilidad, olvidando a menudo que el arte es sentimiento y si no lo transmite entonces es otra cosa por denominar. Hoy las exposiciones están a nuestro alcance y desde hace unos años las podemos contemplar con asiduidad aquí, en La Isla. Hace unos días se ha inaugurado la de Francisco Bouzo y si tiene a bien, amigo lector, visitarla en el Centro de Congresos se sentirá observado, porque se trata de una colección de trabajos que resultan impactantes por la mirada de los personajes retratados, incluso las manos miran, en este caso las del maestro Torres Aléu. También nos celan las escenas naturales, las dunas, la playa, las flores, pero hay una concretamente que fascina rozando el hipnotismo y es el “ojo del estero”, un puente de piedra pequeño, cuyo arco se redondea por completo al reflejarse en la corriente de agua que fluye.
Es como el ojo de un cíclope que, acostado sobre la marisma nos vigila desde cualquier lado de la sala. Merece la pena experimentar la sensación de ser mirado y no al revés, que sería lo lógico.
Hubo un tiempo en que La Isla fue conocida por sus escritores, los poetas primero y los articulistas y prosistas después. Los artistas pintores no eran tantos quizás pero fueron los que formaron a muchos de los que hoy cuelgan sus trabajos no sólo aquí. Llegará el día en que serán numerosos los catálogos. Afortunadamente.