Como anotaba la semana pasada, la actualidad está centrada en las elecciones. Hoy se compartirá la playa –si el levante lo permite- con el breve paseo hacia el colegio donde esperan las urnas. El camino propiciará el encuentro, la charla y si la obligación ciudadana no lleva mucho tiempo de espera y además es vespertina, podrá caer hasta un refrigerio. Mañana los periódicos recogerán los resultados pero mientras llegan la actualidad la conforman otras noticias. No las voy a nombrar porque desayunamos, comemos, cenamos y dormimos con ellas. Por eso, la hablilla de hoy será como un paréntesis que se cerrará con el punto final. En ella vuelvo a uno de mis temas favoritos.
A falta de unos días para que se inaugure la Feria del Libro de Madrid, me viene a la mente que todos los años y sin pretenderlo, estas hablillas le dedican unas cuantas líneas. Inevitables y no repetitivas, éstas dan la sensación de querer volverse antiguas, como los libros, que nacen con la vocación de hacerse viejos y así inmortalizar a sus autores. Claro que, cuando ven la luz, cuando una mano los sostiene y la otra abre y acaricia dulcemente sus páginas, el autor desaparece aunque su nombre esté impreso en la portada, aunque su foto aletee en la solapa.
Hasta donde somos capaces de recordar, cuántos libros nuestros se han hecho viejos, cuántos acontecimientos les han pasado por encima envejeciéndolos, haciéndolos de otra época. En nuestra memoria quedan los títulos, los personajes, ciertas escenas, imágenes, en suma, que conforman un horizonte de libros, el siempre deseado libro viejo, que aún hoy buscamos para disfrutar de la dulce alegría del olor del tiempo, de la energía del descubrimiento de su vejez y, en consecuencia, de la sorprendente adicción a leer primeras o viejas ediciones. Sin embargo, el libro digital va ganando terreno y, como el primigenio, nace para inmortalizar, por lo tanto se hará viejo porque todo lo inmortal envejece.
El atractivo de esta modernidad está en todo lo contrario, en hacerse con los libros en papel una vez leídos en la pantalla, por lo que tenerlos acercará nuestra adicción al coleccionismo. Será como gozar de una joya en la intimidad que retiene el tiempo, la vida que pasa. Por eso, cuando viajamos buscamos las librerías de viejo, tan distintas unas de otras. Ellas transmiten arte, son espacios artísticos que imprimen identidad a quienes adquieren algunos de sus ejemplares en venta.
En las ferias del libro también encontramos libros viejos –siguen habiendo ferias del libro viejo- y aunque el espacio esté abierto, aunque las paredes sean de cartón y el polvo sea tierra experimentamos la misma sensación al coger y ojear un ejemplar. Y es que leer es como si se fuera pintando un cuadro en la mente. Los primeros renglones esbozan, el párrafo colorea y el capítulo va conformando la historia.
El lector es una parte más de lo que cuentan sus páginas, por tanto nos hace estar siempre activos. Quizás hoy sea una proeza ser librero de viejo, oficio al que le auguran poco o ningún futuro. No lo creo porque siempre habrá quien practique el noble y hermoso arte del rebusco entre estantes, cajas y mesas, además de disfrutar del olor inconfundible, agrio y enloquecedor de sus páginas.