Hay que ver el título, pensará el paciente lector que hoy domingo elige este texto, esta hablilla que lleva quince años ocupando tres minutos de los mil cuatrocientos cuarenta que tiene el día. Dicho así resulta tan evocador como una película de intriga o una novela negra de Emile Gaboriau sin Monsieur Lecoq, porque lo que La Isla esconde no es un misterio. Lo sabemos los isleños y quienes no lo son.
Podemos empezar por nuestra particular “bella escondida”, la torre parcialmente visible al bajar la calle Quevedo, tranquila, corta y sin salida, oscura y protectora en invierno, fresca y despejada en verano. Surgen preguntas sobre el origen de este castillete de construcción distinta a las casas de los alrededores y con detalles que recuerdan a la plaza de abastos local antes de su remodelación, como el color de la fachada, las ventanas ojivales y las molduras bajo las cornisas.
La imaginación se despierta pensando en cómo sería aquella zona cuando se levantó, con la huerta que se extendía hasta la calle colón por un lado y por el otro mirando hacia el camino de moreras que llevaba al cementerio. Algún enamorado de la historia local teorizó sobre la forma de llegar a ella, consiguiendo engrandecer el silencio sobre esta torre oteadora, celosa vigilante, cariñosamente vigilada por el viandante que, convertido en cíclope, la fotografía inmortalizando el vértice que clava en el poniente.
Y hablando de cíclope, La Isla tiene el suyo, gigantesco y gris. Rodeado de verdor, marea de flores y salicornias el Puente de Ureña parece esperar la caricia del agua que la carrera del tiempo deja tan lejos. La siente como una brisa suave de río, olorosa y silbante al rozar las hojas de los eucaliptos, murmullo que aviva la tranquilidad del entorno.
La tarde resbala por su desnudez, crepúsculo amatista, como escribió el poeta, evocador de frío y de tristeza, de mundos invisibles, de cuentos no contados. La Historia se quedó sin la de esta zona isleña, sin la de este puente que los años y los hombres dejaron inerte, indefenso, acompañado de alimañas, aves alocadas y miradas compasivas. Puente cuyo ojo abierto permite la visión del más moderno que cruza la bahía.
Pero la soledad y la tristeza de este cíclope se agigantan porque a su lado se acumulan los restos del Cementerio de los Soldados. La sequedad de este invierno, la escasa pero fuerte lluvia que ha caído y estos últimos azotes del viento, como se ha dicho, han acelerado el deterioro de este lugar recóndito, guardador de testimonios y lugar de encuentros y gamberradas de niños que hoy son abuelos de padres.
Por aquel cementerio pastaron ovejas merinas, rodaron las piezas de fruta robadas entre carcajadas en los huertos de La Casería y corretearon los pequeños y no tanto tras un balón. Campo de juegos inocentes, a este cementerio ya no le quedan días y aunque se caiga, aunque el abandono lo deshaga, es ruina de esperanza, historia no ahogada. Y los isleños y quienes no lo son lo sabemos.
Ciertamente, La Isla esconde mucho más, pero bastan estos ejemplos para darnos cuenta –una vez más- de que no despega y si se eleva un poquito el vuelo se aborta. Hace falta un empujón.
Bien podríamos empezar el año con un propósito de enmienda.