No todo el mundo tiene la suerte de recibir un regalo como el que titula la hablilla de hoy. Por si no lo recuerda, paciente lector, se trata de la copia exacta de un libro, término que viene de la unión de dos palabras latinas, “fac”, modo imperativo de “facere”-hacer, y “simile”-semejante. Es la forma en que ha editado la Diputación de Cádiz el cuaderno que escribió Pablo Cumbrera Conde cuando estuvo en la Ruta Quetzal 2011.
Este periódico le hizo una entrevista no por ese viaje, que como Pablo hicieron otros jóvenes isleños con anterioridad, noticia que no trascendió más allá de su propia familia, sino por el siguiente, porque fue invitado a repetir al año siguiente. Coincidiendo con el Bicentenario, la ruta llegó a Cádiz, capital que ofreció una amplia cobertura de esta etapa y también se acercó a San Fernando, para orgullo de Pablo pero aquí todo discurrió de forma discreta, silenciosa.
La Ruta Quetzal es un proyecto cultural dirigido por el reportero Miguel de la Quadra-Salcedo, que reúne a jóvenes de todo el mundo en un viaje compuesto por dos etapas: una americana y otra española. Los jóvenes son seleccionados tras la presentación de un proyecto histórico, literario o musical que debe ser valorado por un jurado de la Universidad Complutense y una serie de entrevistas. Un paseo por Internet ofrece muchos más datos curiosos sobre el proceso de selección.
Pablo Cumbrera Conde, a quien conozco desde que era pequeño por mi amistad con su madre y su abuela, mis Conchitas, una vez que fue aceptado elevó a la categoría de mortales los saltos que daba en el césped del club. Y con la ilusión de la aventura apareció en Boadilla a las cuatro y media de la tarde del 15 de junio de 2011. Allí lo reunieron con su grupo, conoció a su monitor y comenzó la ruta si haber salido aún del suelo español.
El cuaderno facsímil recoge puntualmente todos los días del mes largo que vivió con sus compañeros ruteros, con la gente que se acercaba a ellos en los distintos lugares que estuvieron observando su forma de vestir, de expresarse, de disfrutar del hecho de aceptar los regalos que les ofrecían, de saborear sus comidas. Cuando, junto a ellos, visitaba un museo, unas ruinas, cuando participaba en un taller o tomaba unas clases de bailes populares, Pablo, desde su texto escrito entre el pasado y el futuro –inmediatos y simples los dos- nos transmitía su satisfacción, su alegría y terminaba los renglones con la ilusión puesta en el día siguiente. En sus palabras manuscritas hay tachones, pocos, que delatan prisa, pero todos los rasgos son seguros, las letras están terminadas y las frases estructuradas salvo muy pocas excepciones.
Sin embargo, la inquietud con vestigios de ingenuidad de las primeras páginas va evolucionando hacia la serenidad de la incipiente madurez que se desarrolla tempranamente en algunos adolescentes. Nos habla de sus amigos, de sus conversaciones, sus discusiones, anota sus reflexiones y frases que lo acompañarán toda la vida, encerradas entre la primera, “la ruta ha comenzado su vuelo”, y la última, “lo importante no es el viaje en sí, sino lo que queda en el espíritu del viajero”, significativas y entrañables, intensas y vitales que forman parte de esta memoria encuadernada con el color de la esperanza y de la naturaleza, donde un quetzal alza el vuelo tras las letras y junto al lomo, rojo como la vida impresa en sus páginas. Una joya bibliográfica que Pablo no dudó en dedicarme en cuanto la tuvo en sus manos. Lo dicho, no todos tienen la suerte de recibir un regalo tan especial.